BENEDETTA. 2021. 129´. Color.
Dirección: Paul Verhoeven; Guión: David Birke y Paul Verhoeven, basado en la novela Immodest acts: The life of a lesbian nun in Renaissance Italy, de Judith C. Brown; Director de fotografía: Jeanne Lapoirie; Montaje: Job ter Burg; Música: Anne Dudley; Diseño de producción: Katia Wyszkop; Dirección artística: Eric Bourges; Producción: Said Bem Said, Jérôme Seydoux y Michel Merkt, para SBS Productions-Pathé-France 2 Cinéma-France 3 Cinéma-Topkapi Films-Belga Productions (Francia-Bélgica-Países Bajos).
Intérpretes: Virginie Efira (Benedetta Carlini); Charlotte Rampling (Hermana Felicita/Abadesa); Daphné Patakia (Bartholomea); Lambert Wilson (Nuncio); Olivier Rabourdin (Alfonso Cecchi); Louise Chevillotte (Christina); Hervé Pierre (Paolo Ricordati); Guilaine Londez (Hermana Jacopa); Clotilde Courau, David Clavel, Gaëlle Jeantet, Justine Bachelet, Lauriane Riquet, Elena Plonka, Hélöise Bresc, Jonathan Couzinié, Vinciane Millereau, Pero Radicic.
Sinopsis: En la Italia del siglo XVII, una niña que dice ver a la virgen María es entregada por su familia a un convento para que se haga monja. Años después, las visiones, ahora de Jesucristo, se hacen más vívidas y frecuentes, mientras la ya adulta hermana traba amistad con una novicia.
A una edad con la que muchos directores están jubilados, ya sea por voluntad propia o por los designios de una industria depredadora, cuyo respeto por los clásicos es casi siempre más cosmético que real, Paul Verhoeven continúa haciendo películas relevantes, ya de vuelta a Europa después de un periplo hollywoodiense que fue una verdadera montaña rusa. Su, por ahora, último estreno es Benedetta, que adapta un libro de la historiadora Judith C. Brown cuyo tema es la vida de Benedetta Carlini, monja italiana del siglo XVII. El film levantó mucha polvareda, algo que al director holandés no sólo no le arredra, sino que se diría que le motiva, logrando unir a los sectores más radicales del cristianismo, que lo tildaron de blasfemo, y a la plana mayor de la crítica feminista, que poco menos que vino a decir que la visión de Verhoeven de la biografía de la monja lesbiana era la propia de un viejo verde. Tal vez todas esas polémicas impidieron que muchos espectadores pudieran valorar la estupenda película que es Benedetta, o hicieron que se fuera de vacío de certámenes que, año tras año, van dilapidando su prestigio a fuerza de premiar lo que toca, en lugar de lo que vale.
Por supuesto que Paul Verhoeven es un provocador. También es un artista, condición que muy pocos de sus detractores alcanzan a olisquear siquiera. Se entiende que se sintiera atraído por un libro, publicado hace casi cuarenta años, sobre una monja italiana del Renacimiento que se dio a conocer tras afirmar que había tenido visiones místicas y, más tarde, ya con la condición de abadesa del Convento de la Madre de Dios en Pescia, cuando los enviados del Vaticano para investigar la autenticidad de esas visiones la juzgaron por lesbianismo. Como declarado iconoclasta que es, Verhoeven vio en esta historia la ocasión de burlarse tanto de los fanáticos religiosos como (y valga la redundancia) de las tropas de asalto del Me Too, tan proclives a prácticas inquisitoriales. El director consiguió su propósito, no me cabe la menor duda. Ajeno como siempre a la sutileza, Verhoeven enseña sus cartas ya en el prólogo, que ilustra la ruta de la familia Carlini, con un estatus social que hoy llamaríamos de clase media, hacia el mencionado convento para entregar allí a su pequeña hija Benedetta. Durante el trayecto, la comitiva recibe la incómoda visita de una banda de salteadores de caminos, los cuales no dudan en apropiarse de cuantos objetos de valor hallan a su alcance. La pequeña Benedetta, indignada, se enfrenta a los bandidos y les amenaza con un castigo divino, ya que ella habla a menudo con la virgen María. La justicia celestial aparece en forma de cagada de pájaro, algo que hace que los ladrones renuncien al botín y se dirijan, entre risotadas, a buscar nuevas víctimas menos protegidas por las alturas. De la valiosa lección que aprende la niña en ese viaje (es posible que la fe mueva montañas, pero lo que es seguro es que la credulidad ajena es un maravilloso instrumento de poder) se nutre el retrato que hace Verhoeven de la monja, que no es más (ni menos) que una inteligente estafadora que no repara en medios para conseguir lo que quiere. Con el fin de hacer entender al espectador la clase de universo en el que va a prosperar alguien como Benedetta, el director recurre a una escena, la de la entrega de la niña a la abadesa, costumbre por otra parte muy frecuente entre las clases más o menos acomodadas de la época, que deja claras dos cosas: que quienes viven de la fe de los otros se cuentan entre los que menos creen en lo extraterrenal, y que hay algo de intrínsecamente malsano en la vida monástica. A estas dos secuencias magistrales, Verhoeven añade una tercera para completar el cuadro: la de la aparición de una joven, llamada Bartolomea, que huye de un padre violento, que la ha tomado por esposa después de quedar viudo. Gracias al altruismo, y a la aportación económica de la familia de Benedetta, esa chica entra en el convento como novicia.
Hay mucho de Buñuel, de ese sardónico anticlericalismo, en la puesta en escena de Verhoeven, en especial en la manera tan kitsch de mostrar las visiones místicas de Benedetta Carlini, que no son sólo grotescas por su contenido (un Jesucristo espadachín, o crucificado pero con genitales femeninos), sino por la forma en la que el director nos las muestra, para que incluso el espectador menos atento sea consciente de su falsedad. Tampoco se escapa que esos arrebatos místicos poseen un fuerte componente sexual, que en la práctica se acaba manifestando mediante las relaciones lésbicas entre Benedetta y Bartolomea. En este sentido, constatar que no es la homosexualidad de la monja el hecho que la convierte en excepcional (por pura lógica de probabilidades, el número de religiosas con esa tendencia debe de ser significativo), sino el haber sido juzgada y condenada por ella. Y en esto, al margen del carácter intransigente de la jerarquía católica, influyen dos factores: el desmedido afán de protagonismo de Benedetta, que hace que sus visiones trasciendan los estrechos límites de su comarca y su eco llegue hasta el Vaticano, ese león dormido, y un temperamento particularmente odioso que despierta el rechazo del resto de sus compañeras de convento, a excepción de Bartolomea (a quien, por cierto, tortura en otra brillante escena por haber despertado en ella el deseo sexual), con quien le une una relación maestra-discípula, hasta que el éxtasis sexual iguala los términos. Hablando de esto, el sexo explícito en la película es mucho menos del que las personas reprimidas de uno y otro bando han querido ver. A Verhoeven le interesa más mostrar la manipulación, el ejercicio del poder en un entorno cerrado como un convento y los monstruos, en forma de desequilibrio mental, que producen la vanidad y el celibato. En lo puramente técnico, hay un notable trabajo de iluminación de Jeanne Lapoirie, que alcanza cotas muy brillantes en la escena nocturna que culmina en la autoinmolación de Christina, una escenografía de mucha calidad, y un montaje digno de elogio por parte de Job ter Burg, convertido en la mano derecha de Verhoeven desde su regreso de América. La utilización de la música sacra compuesta por Giovanni Palestrina y la santa alemana Hildegard von Bingen, con los excelentes arreglos de Anne Dudley, rezuma toda la piedad de la que carecen los personajes principales. En el debe del director, junto al mal explicado final de la hermana Felicita, a la que Benedetta sustituyó como abadesa, está el hecho de utilizar esas partituras, en algunas escenas (esa imagen mariana reconvertida en dildo), con una brocha gorda excesiva… incluso para él. Lo que se explica puede ser grotesco, pero no sucede lo mismo con esa música.
Encabeza el reparto Virginie Efira, actriz de carrera discreta que ya tuvo un papel destacado en Elle y que ahora lidia con un papel de esos que marcan una trayectoria, de nuevo a las órdenes de Paul Verhoeven. La intérprete de origen belga realiza un trabajo notable, mostrando la naturaleza desequilibrada de su personaje, y a la vez la terrible coherencia de sus actos. Sin embargo, quien está para quitarse el sombrero es Charlotte Rampling, actriz ideal para papeles complejos cuya composición de la hermana Felicita es difícilmente mejorable. En esa mujer vemos la inteligencia, el cálculo y la dureza de carácter, pero también el dolor y el sacrificio, y esto es gracias a la soberbia labor de la actriz que la interpreta. Daphné Patakia, que completa este peculiar triángulo, aporta la juventud, la impudicia y esa inteligencia para la vida que no otorgan los libros, sino la calle. No creo que su trabajo esté a la altura del de sus compañeras, pero esto no significa que no haya talento en él. Lambert Wilson, actor de calidad y distintos registros, se luce como el nuncio papal, que ejerce su poder de manera despótica, pero con unos modales impecables. Bien Olivier Labourdin como el soberbio prelado, y se adivina mucho talento en Louise Chevillotte, que da vida a la desgraciada Christina. Entre los secundarios, Guilaine Londez y Hervé Pierre no desaprovechan el espacio que les brinda el guión para demostrar sus cualidades.
Lo tengo claro: en los últimos años se han hecho pocas películas del nivel de Benedetta. No creo eso de que la edad está en el espíritu, pero las últimas películas de Paul Verhoeven se esfuerzan en contradecirme.