THE BLACK CAT. 1934. 63´. B/N.
Dirección: Edgar G. Ulmer; Guión: Peter Ruric, basado en un argumento de Peter Ruric y Edgar G. Ulmer, inspirado en el relato The black cat, de Edgar Allan Poe; Dirección de fotografía: John J. Mescall; Montaje: Ray Curtiss; Música: Heinz Roemheld; Dirección artística; Charles D. Hall; Producción: Carl Laemmle, Jr., para Universal Pictures (EE. UU.)
Intérpretes: Boris Karloff (Hjalmar Poelzig); Bela Lugosi (Dr. Vitus Werdegast); David Manners (Peter Alison); Jacqueline Wells (Joan Alison); Egon Brecher (Mayordomo); Harry Cording (Thamal); Lucille Lund, Henry Armetta, Albert Conti, John Carradine.
Sinopsis: Una pareja de recién casados, de luna de miel por Centroeuropa, se ve obligada a dividirse su compartimento en el tren con un psiquiatra que viaja para reencontrarse con un viejo conocido.
Como les ocurriera a tantos otros cineastas centroeuropeos durante el convulso período de entreguerras, Edgar G. Ulmer encontró en los Estados Unidos de Norteamérica el lugar en el que desarrollar su carrera. A diferencia de otros colegas, que muy pronto se codearon con lo más selecto de la industria, Ulmer se especializó en películas de serie B, si bien algunas de ellas son muy apreciadas por los cinéfilos. El haber trabajado junto a nombres como los de Max Reinhardt o Robert Siodmak empujó seguramente a la Universal a encargarle la filmación del que sería el primer encuentro en la gran pantalla de dos estrellas indiscutibles del cine de terror, Boris Karloff y Bela Lugosi. Satanás, título español de la película resultante, pasa por ser un clásico menor de la productora, que explotó a conciencia el filón creado en los albores del sonoro gracias a obras como Drácula y El doctor Frankenstein.
Los créditos iniciales del film anuncian que su guión está inspirado en el celebérrimo relato de Edgar Allan Poe El gato negro, pero la verdad es que, más allá del título y de las alusiones a la simbología diabólica del felino, se puede decir que Peter Ruric, autor del libreto, y Ulmer tomaron el nombre de Poe en vano. La historia se adentra más en los derroteros del misterio, el satanismo y la maldad más pura. Al principio, vemos a una feliz pareja estadounidense de recién casados, que entre los muchos destinos posibles para su luna de miel, ha escogido una remota ciudad húngara, hacia la que viajan en ferrocarril. Aunque los miembros del recién inaugurado matrimonio han adquirido un compartimento para ellos solos, un error de los taquilleros provoca que su convivencia marital se vea interrumpida por un psiquiatra de aspecto misterioso, que les hace saber que el motivo de su viaje no es otro que reencontrarse con un viejo conocido, un arquitecto que ha construido su morada sobre un angosto terreno que, pocos años antes, fue el escenario de una cruenta batalla durante la Primera Guerra Mundial. Después de bajar del tren, la diligencia en la que viajan el psiquiatra y los recién casados sufre un accidente, la joven esposa resulta herida, y todos ellos deciden refugiarse en la casa del arquitecto.
Vaya por delante que el guión no es ninguna maravilla, y que entre esto, y las consabidas limitaciones presupuestarias, se desaprovechan algunas de las mejores bazas de la película, pero no todas. Ulmer, a pesar de los pesares, consigue crear una atmósfera de misterio que se interna de lleno en lo perverso cuando los protagonistas se reúnen en la mansión de un personaje que parece la mismísima personificación del Mal. Como brillante escenógrafo que es, Ulmer convierte ese edificio, construido sobre los cadáveres de miles de fallecidos en combate, en un lugar cuya sola visión ya provoca inquietud. Su dueño es un hombre elegante en el vestuario y en las maneras, pero al que se le adivina un trasfondo perturbador que, poco a poco, va tomando cuerpo ante la mirada perpleja del joven matrimonio. El psiquiatra, que le conoce bien, no tarda en revelar que el verdadero objeto de su presencia allí es consumar una venganza contra el hombre que, con su traición, provocó la muerte de regimientos enteros durante la guerra y, en lo que a él mismo se refiere, fue el responsable de quince años de calabozo y de la dolorosa separación de su esposa e hija. Llamativo es que, una vez los dos hombres tienen claro qué deben esperar del otro, decidan el destino de los jóvenes estadounidenses en una partida de ajedrez. Junto a escenas que no vienen demasiado a cuento, como el interludio lúdico-provinciano provocado por la visita a la mansión de una pareja de agentes del orden, o la breve aparición de la hija del psiquiatra, ahora rea en la mansión de un arquitecto que la mantiene sometida a su voluntad, encontramos grandes aciertos narrativos y escenográficos, como la secuencia en la cripta de las bellas durmientes o ese ritual satánico durante el clímax del que el guión debería haber extraído mucho más jugo. Y aquí damos con una de las principales taras de la película, que es capaz de proponer muchas cosas, pero resuelve con precipitación varias de ellas en un final atropellado. Ulmer, un director que tenía muy presentes las constantes del expresionismo, las emplea, como no podía ser menos en una obra de incuestionable aire siniestro, pero lo hace sin excesos, de una forma, valga la paradoja, loablemente sobria. En la iluminación de John J. Mescall, un notable camarógrafo hasta entonces ajeno al fantástico, hallamos sombras y claroscuros, pero sin un énfasis especial en ellos, por cuanto los interiores de la mansión se nos muestran más luminosos de lo que el carácter tétrico de su dueño haría suponer. Como buen ente maligno, el arquitecto interpreta con soltura la Tocata y fuga de Bach al órgano, pues no en vano el virtuosismo musical ha sido muchas veces visto como algo demoníaco, al igual que el gusto por la compañia de los felinos. Al margen de esto, el arquitecto es manipulador, también a través de la hipnosis, preside misas satánicas, miente casi tanto como habla y no le hace ascos al secuestro o la necrofilia, pero con estas características podría presidir una gran potencia mundial. Respecto a la partitura, una de las más de treinta bandas sonoras que Heinz Roemheld firmó sólo en el año 1934, está muy presente durante el metraje, algo poco usual en el cine de la época, y cumple bien con su cometido de acentuar el tono perturbador del relato.
El primer encuentro en la gran pantalla entre los dos reyes del cine de terror de los años 30 no termina de satisfacer las altas expectativas creadas. Mientras Boris Karloff se muestra muy acertado como vivo retrato del Maligno, la actuación de Bela Lugosi es afectada en exceso, lo que puede provocar confusión dado que, por una vez, su personaje tiene tintes heroicos. Me da la sensación de que ni el guión, ni el intérprete de origen húngaro acertaron con el tono adecuado para el rol del psiquiatra, aunque el enfrentamiento de ambos actores en el tablero de ajedrez sí es de categoría. David Manners, actor de breve carrera que había tenido papeles relevantes en Drácula y La momia, se muestra correcto en la piel de un joven recién casado que, por pura casualidad, se ve envuelto en un asunto de vida o muerte. Jacqueline Wells, que años más tarde cambiaría su nombre artístico a Julie Bishop, no desentona a lomos de un personaje al que se le ha reservado un claro rol pasivo. Egon Brecher, actor especializado en pequeños papeles, da juego como el inquietante servidor del arquitecto, lo mismo que otro intérprete de características similares, Harry Cording, que aquí da vida al criado del psiquiatra, un personaje cuya aparición el libreto, simplemente, no justifica.
Satanás no figura entre los grandes clásicos de terror de la Universal, pero está por encima del sinfín de secuelas y reescrituras que después se elaboraron a partir de ellos, gracias sobre todo al gran trabajo de dirección de Edgar G. Ulmer, un cineasta que siempre tuvo más talento que medios para demostrarlo.