PEAU D´ANE. 1970. 91´. Color.
Dirección: Jacques Demy; Guión: Jacques Demy, basado en el cuento de Charles Perrault; Dirección de fotografía: Ghislain Cloquet; Montaje: Anne-Marie Cotret; Música: Michel Legrand; Dirección artística: Jacques Dugied; Vestuario: Gitt Magrini; Producción: Mag Bodard, para Parc Film- Marianne Productions (Francia).
Intérpretes: Catherine Deneuve (Princesa/Reina azul); Jean Marais (Rey Azul); Jacques Perrin (Príncipe Rojo); Micheline Presle (Reina Roja); Delphine Seyrig (Hada madrina); Fernand Ledoux (Rey Rojo); Henri Crémieux (Médico jefe); Sacha Pitoeff (Primer ministro); Pierre Repp (Thibaud); Jean Servais (Rapsoda); Louise Chevalier, Michel Delahaye, Bernard Musson, Annie Savarin, Sylvain Corthay.
Sinopsis: Un reino feliz se sume en el luto por el repentino fallecimiento de la reina, que en su lecho de muerte le hace prometer a su marido que sólo debe volver a casarse con alguien que la iguale en belleza y gracia.
Tras el interludio dramático que supuso Estudio de modelos, Jacques Demy regresó al género que le había proporcionado sus mayores éxitos, el musical, con Piel de asno, adaptación de un cuento tradicional que llegó, en verso, a las imprentas gracias a Charles Perrault. No se trata de una obra con el predicamento de otras del autor como La Cenicienta, pero en ella halló Demy el pretexto para construir una fábula colorista que enlazaba su manera de entender el musical con la narrativa infantil. La película no logró igualar la popularidad de las anteriores incursiones del director en el género, pero supera la condición de elegante curiosidad que ha acarreado durante décadas, en especial fuera de su país de origen.
Piel de asno empieza, como todo cuento que se precie, con un érase una vez… En esta ocasión, la fórmula mágica nos traslada a un reino imaginario próspero y feliz, gracias a la magnanimidad de su monarca y, sobre todo, a un asno cuyas deposiciones se componen de oro y brillantes, hecho que asegura la perpetua bonanza económica del reino. Este idílico panorama se ve turbado por la grave enfermedad de la reina, que sume en el desasosiego al monarca. A las puertas de la muerte, la mujer le pone una condición a su esposo: ya que debe volver a casarse, pues el reino necesita un heredero y de la unión entre ambos sólo ha nacido una hija, habrá de hacerlo sólo con una dama que no la desmerezca en cuanto a gracia y belleza. Convertido ya en viudo, el rey, que rehuye a su joven hija por su asombroso parecido con la difunta, se aferra a la promesa dada, pero su decepción va incrementándose a medida que comprueba que las candidatas al trono propuestas por sus ministros están muy lejos de sus expectativas. Por fin, y obviando el carácter intrínsecamente pecaminoso de la idea, resuelve desposar a su propia hija. Ella, aconsejada por un hada madrina que parece tener alguna cuenta pendiente con el rey, evita el compromiso con su progenitor a fuerza de imponerle condiciones difíciles de cumplir… que el rey, imperturbable, satisface. Como último recurso, la joven reclama para sí la piel del asno de la fortuna, creyendo que eso detendrá los esponsales. Nada más lejos de ello, por lo que la princesa decide huir disfrazada de pordiosera y ataviada com la piel del rumiante, por lo que el matrimonio no llega a celebrarse.
Jacques Demy pone todo su empeño en no traicionar la atmósfera de cuento, utilizando una escenografía fantasiosa y unas tonalidades monocromáticas que remiten al fauvismo, con colores puros y el necesario punto de ironía: en el reino azul, donde se ubica la historia, incluso los caballos y quienes los montan tienen ese color; en el reino rojo, al que llega la princesa en su huida, sucede exactamente lo mismo. Esta ironía se amplifica con la introducción de detalles anacrónicos, como los poemas de Apollinaire y Cocteau (uno de los maestros de Jacques Demy) que recita el rapsoda, o un helicóptero que aparece de la nada en una escena clave. La cámara se mueve con soltura y elegancia, dándole al conjunto un aire de ensoñación que planea con levedad sobre la muy espinosa cuestión del incesto, fundamento del desarrollo de la historia. La secuencia en la que las candidatas a desposar al enamorado príncipe rojo van probándose el anillo que, como era de prever, a ninguna encaja, es demasiado larga, lastrando un ritmo que hasta ese momento era de una ligereza envidiable. Ghislain Cloquet, que a las órdenes de Demy exhibe una exuberancia que contrasta con la austeridad de algunas leyendas del cine francés para las que trabajó, como Bresson o Becker, se luce llenando de luz ese universo de fantasía, en el que los decorados y el diseño de vestuario contribuyen al éxito de la propuesta. Capítulo aparte merece la omnipresente música de Michel Legrand, por momentos magnífica. Con todo, el peso de las canciones, interpretadas por Anne Germain (en el rol de la princesa), Jacques Revaux (el príncipe), y Christiane Legrand, hermana del compositor, como hada madrina, es inferior al de los anteriores musicales de Demy, concediéndose en cambio más protagonismo a los inspirados temas instrumentales.
Catherine Deneuve, gran musa del cine francés, venía de rodar para Buñuel y Truffaut, nada menos. La actriz repite por tercera vez en un musical de Jacques Demy, cineasta con el que había llegado a lograr una conexión artística que se refleja en su trabajo en la pantalla. Aquí, más allá de su breve intervención como reina agonizante, brilla en la piel de la cándida princesa, rol que demuestra su ductilidad como intérprete y la aleja del esterotipo de belleza gélida bajo el que muchos la quisieron encasillar. Jean Marais, leyenda del cine francés y nombre asociado para siempre a Jean Cocteau, abordó aquí uno de sus últimos papeles para la gran pantalla, y lo hizo con la presencia y la determinación con las que siempre se enfrentaba a sus personajes, en este caso el de un monarca en cuyo comportamiento incestuoso hay mucho más de fidelidad y de estética que de lascivia, lo que también es mérito del actor. Jacques Perrin, que también había trabajado para su tocayo en Las señoritas de Rochefort, ofrece un perfil demasiado blando que le priva de alcanzar el brillo de sus dos compañeros, aunque sin llegar a desentonar. Notable desempeño de Delphine Seyrig como sagaz hada madrina, destacando también Sacha Pitoeff, a la sazón un intrigante primer ministro, y la ya veterana Micheline Presle como abnegada reina roja.
Piel de asno dista de ser una historia al estilo Disney, pero debe visionarse con espíritu infantil. Si así se hace, el público disfrutará de un cuento singular, a ratos delirante, en el que todo fluye y uno puede sumergirse en un universo de fantasía. Ah, y rodo acaba bien, que para eso están los cuentos.