UN COUER EN HIVER. 1992. 103´. Color.
Dirección: Claude Sautet; Guión: Claude Sautet y Jacques Fieschi, con la colaboración de Jerôme Tonnerre; Dirección de fotografía: Yves Angelo; Montaje: Jacqueline Thiédot; Música: Maurice Ravel; Diseño de producción: Christian Marti; Producción: Philippe Carcassonne y Jean-Louis Livi, para Film Par Film-Cinéa-Orly Films-Sédif Productions-Paravision International, S.A.-D.A. Films- France 3 Cinéma (Francia).
Intérpretes: Daniel Auteuil (Stéphane); Emmanuelle Béart (Camille); André Dussollier (Maxime); Elizabeth Bourgine (Hèléne); Brigitte Catillon (Régine); Maurice Garrel (Lachaume); Jean-Luc Bideau (Ostende); Myriam Boyer (Madame Amet); Jean-Claude Bouillaud, Stanislas Carré de Malberg, Dominique De Williencourt, Jeffrey Grice.
Sinopsis: Stéphane es un introvertido luthier que trabaja para Maxime, un maduro galán que inicia un romance con la joven violinista Camille.
Si bien, durante los años 80, Claude Sautet mantuvo un perfil más bajo que en las dos décadas inmediatamente anteriores, ni ese menor índice de actividad hizo que su nombre perdiera fuelle entre la cinefilia dotada de mejor olfato, sin duda la primera en celebrar la aparición de una película como Un corazón en invierno, a la que cabe situar no sólo entre lo mejor del cine francés de las postrimerías del siglo XX, sino también como la enésima confirmación de que Sautet es un cineasta dueño de un talento singular en el manejo de las emociones de los personajes. El César a la mejor dirección y la entusiasta acogida, avalada por la obtención de tres galardones, que tuvo la película en el festival de Venecia no hicieron más que confirmar la calidad de una obra a la que considero una joya rara.
Llego a la conclusión expuesta en el párrafo anterior porque, si hay una palabra cuyo significado el cine ha pervertido de manera casi absoluta, esa es romanticismo. Cierto es que la mala literatura ya había hecho mucho al respecto, pero ni siquiera ella puede igualar el poder de difusión del séptimo arte, para lo bueno y para lo malo. La sucesión de comedietas, cuyos puntos en común son la falta de talento y la desmedida búsqueda del beneficio económico, que han ido llenando las pantallas y vivieron una particular época dorada en la segunda mitad de los años 80, acabó consiguiendo que romántico fuese un término asociado, casi de forma indisoluble, a sensiblería e hiperglucemia por exceso de almíbar. En esto llegó Claude Sautet a sentar cátedra con una pequeña película europea con pocos personajes, un puñado de escenarios, abundancia de diálogos y un agudo conocimiento del interior de esta especie nuestra a la que se ama menos cuanto mejor se la conoce. El director ambienta su historia en el mundo de la música culta, habitado por seres de especial sensibilidad, aunque muchos de ellos lastrados por un estomagante esnobismo. En ese particular universo se mueve Stéphane, un luthier parco en palabras que comparte negocio con Maxime, un tipo carismático especialista en aventuras extramaritales. Stéphane es un ser lacónico, que fuera de su trabajo, que le encanta y en el que es un fuera de serie, lleva una existencia casi monacal, del todo opuesta a la de su socio, cuya nueva amante es un talentosa violinista, Camille. Dicen que el demonio está en los detalles, pero también lo está la excelencia, y aplaudo a Sautet porque consigue que, en una película donde se dicen tantas cosas con palabras, la más importante de todas, la atracción inmediata que surge, por la gracia de la obra de Maurice Ravel, entre el taciturno Stéphane y la falsamente distante Camille, no las necesite. Basta con ver cómo se altera la casi siempre impertérrita expresión del hombre cuando contempla a esa mujer expresar su arte, y el nerviosismo de ella cuando percibe que está siendo observada por alguien capaz de valorar la pasión que hay detrás de su impoluta técnica. A través del cristal de un estudio de grabación, Stéphane y Camille se conmueven mutuamente sin intercambiar palabra alguna. Lo habían hecho, de un modo intrascendente, pocos días antes en el taller de restauración de instrumentos, pero es la música la que obra el milagro. Eso sí, como saben los que saben, love is not a kind of victory march/no, it´s cold and it´s ever a broken hallelujah.
El mundo de Stéphane, al margen de su profesión, se resume en los encuentros con quien considera su único amigo, un anciano que vive en el campo, y con Hèlène, una librera con la que disfruta charlando. Es importante valorar el triste papel que juega Maxime en la historia: desde un punto de vista superficial, podría considerársele un triunfador, el galán que seduce a una bella joven, pero Sautet tiene claro, y estoy con él, que quien, colocado delante de una clase de personas no especialmente abundante, se conforma con llegar a sus genitales, no sabe lo que se pierde. Respecto a Camille, Stéphane ha logrado una unión que él jamás tendrá a su alcance. Ocurre que, por razones que tal vez tengan que ver con ese exceso de romanticismo del que habló Cioran, o quizá porque simplemente la Camille persona no hace aflorar en él los sentimientos que experimenta al oírla tocar, el restaurador no está interesado en mantener una relación sentimental al uso con la violinista, cosa que a ella la descoloca sobremanera. Vuelvo a estar con Sautet en dos aspectos de la historia que denotan un conocimiento de la psique humana muy superior a la media: que lo que nos apasiona de verdad es lo complicado, y que quienes ven cómo su amor no es correspondido suelen asumir el rechazo con muy poca deportividad. Cuando Stéphane le confiesa a Camille que tal vez lo único que le ocurra es que está vacío por dentro (el título de la película lo dice de un modo mucho más poético), ella lo siente como un bálsamo para sus heridas, pero un hecho posterior consigue convencerla de que esa afirmación no es absolutamente cierta. De ahí la última mirada que, subida ya en el coche de Maxime, Camille dirige a Stéphane, un momento que juzgo sublime.
En contraste con la complejidad pisocológica de la trama, en la que los perfiles de los principales secundarios, como Hèléne, Régine o Lachaume, están muy bien trabajados, en lo visual Sautet apuesta por la sencillez, con fotografía naturalista, mucho plano corto (y diálogos en plano-contraplano). Desnudo de artificios, el director busca captar la esencia de sus protagonistas, y lo hace de un modo que me recuerda al Bertolucci de sus mejores tiempos. Otro acierto (he de confesar que la película me gusta demasiado como para entretenerme en la búsqueda de defectos) es el hecho de que la única música que se escuche sea la de Ravel, sobre la que gira la historia. Cualquier otra aportación resultaría un subrayado innecesario, o una distracción.
Daniel Auteuil, actor que repetía con Sautet y que por entonces estaba asociado a los mejores trabajos de Claude Berri, se enfrentaba a un reto difícil, pues su personaje debe mostrar un hieratismo casi absoluto, pero a la vez capacidad para transmitir emociones intensas, y le hace de una manera que le confirmó como uno de los actores más importantes del cine francés, calificación que ha seguido justificando desde entonces. Seguramente, lo más difícil para un intérprete sea comunicar desde la contención, y Auteuil acierta de lleno. Creo que le ayuda el hecho de que el personaje de Camille lo encarne quien entonces era su pareja en la vida real, Emmanuelle Béart, con quien había coincidido por primera vez en las pantallas en La venganza de Manon. Béart, que aprendió a tocar el violín para intepretar su papel de manera convincente, pone todo su talento, que no es poco, en asumir la personalidad de una mujer fría sólo en apariencia, acostumbrada al halago, compleja y con un punto infantil, como suelen serlo los artistas importantes. En sus momentos más pasionales, como la escena de su arrebato de ira en la cafetería, no se excede, y algunas de sus miradas transmiten verdadera profundidad. André Dussollier, actor todoterreno, realiza una de las mejores interpretaciones de su carrera en la piel de Maxime, paradigma del hombre exitoso (acaudalado empresario, hombre culto y con gran don de gentes e instinto para los negocios) que se ve obligado a adoptar un rol de perdedor que no le cuadra. Elizabeth Bourgine, por su parte, vivió un feliz retorno a la gran pantalla, de la que llevaba algunos años apartada, gracias a su papel de Hèléne, la comprensiva amiga de Stéphane. Bien Brigitte Catillon como Régine, la fiel asistente de Camille, y mejor el veterano Maurice Garrel, un gran secundario del cine galo.
Un corazón en invierno es una gran película, que sirve también como testimonio de lo superficiales que suelen ser las historias de amor en el cine. Sautet construyó una maravillosa excepción a esta teoría general, con la presentación de un film formal y escenográficamente sencillo, pero de una complejidad psicológica digna de elogio, pero en ningún caso divagatoria o discursiva, sino perspìcaz. Reitero lo que escribí al principio: una joya rara, obra de un excelente cineasta.