LES MAUDITS. 1947. 102´. B/N.
Dirección: René Clément; Guión: René Clément y Jacques Rémy, basado en un argumento de Victor Alexandrov y Jacques Companéez. Diálogos de Henri Jeanson; Dirección de fotografía: Henri Alekan; Montaje: Roger Dwyre; Música: Yves Baudrier; Diseño de producción: Paul Bertrand; Producción: Michel Safra, André Paulvé y Paul Wagner, para Spéva Films (Francia).
Intérpretes: Henri Vidal (Doctor Guilbert); Florence Marly (Hilde Garosi); Fosco Giachetti (Garosi); Paul Bernard (Couturier); Jo Dest (Forster); Kurt Kronefeld (General Von Hauser); Michel Auclair (Willy Morus); Marcel Dalio (Larga); Anne Campion (Ingrid Ericksen); Andreas Von Halberstadt, Jean Didier, Karl Munch, Lucien Hector, Claude Vernier.
Sinopsis: A punto de finalizar la Segunda Guerra Mundial, un médico francés, que acaba de regresar a su domicilio, es secuestrado por unos oficiales nazis que, huyendo del derrumbe del Tercer Reich, viajan en submarino rumbo a Sudamérica.
Después del fin de la Segunda Guerra Mundial, René Clément pasó a centrar su actividad como realizador en los largometrajes de ficción, siempre con el conflicto como eje vertebrador de sus obras. Los malditos se centra en la huida de un puñado de individuos estrechamente vinculados al Tercer Reich que, ante la inminente derrota bélica, deciden utilizar un submarino alemán para escapar a Sudamérica. La calidad del film hizo acreedor del premio a la mejor de película de crimen y aventuras en el festival de Cannes, si bien, a mi juicio, no figura entre las tres mejores obras de René Clément como director.
Sin duda, quienes creen que en la guerra aflora lo mejor del ser humano manejan un concepto de la especie más generoso que el mío, pues creo que los conflictos bélicos son la constatación de la maldad intrínseca de los terrícolas, y también el símbolo de cómo unos pocos (nunca un solo individuo, ni siquiera en el paradigmático caso de Adolf Hitler) pueden arrastrar a la ruina a muchos, razón por la que el valor y el heroísmo de tantos en situaciones extremas serían innecesarios de no darse las dos terribles premisas anteriores. La Segunda Guerra Mundial, que por algo es el conflicto más destructivo de la Historia, dejó una huella profunda también en el mundo del arte, que desde entonces ha retratado el conflicto desde infinidad de ángulos. Los perdedores de las guerras son, en primer lugar, quienes fallecen en ellas, lo cual es una obviedad que en ocasiones se olvida. En una segunda instancia, quienes más miedo deben tener son los supervivientes del bando vencido, y en un pequeño grupo de ellos se centra René Clément en esta película nihilista y oscura que narra cómo un puñado de ratas huyen de un barco, el del Tercer Reich, que se hunde sin remedio… a bordo de un submarino. A quien primero vemos, no obstante, es al involuntario protagonista de la historia, Guilbert, un médico francés que regresa a su semiderruida ciudad de origen, y no lo hace imbuido del entusiasmo que, en buena lógica, debería acompañar a los vencedores en semejantes circunstancias, sino presa de un hastío que nos lleva a pensar que la existencia recuperada por el facultativo no tiene excesivo valor, ni tan siquiera para él mismo. Mientras, en las costas noruegas, un variopinto grupo de partícipes, o como mínimo de señalados colaboradores, del régimen nazi, se embarca en un submarino que debe arribar sin escalas a Sudamérica, donde serán acogidos por simpatizantes de la causa ya establecidos en la zona. Sucede, sin embargo, que con las prisas de la huida, esos sujetos de raza superior olvidaron que en todo barco debe haber algún licenciado en Medicina, cuestión que adquiere importancia cuando una de las pasajeras, esposa de un empresario italiano y amante de un general de la Wehrmacht, sufre un severo traumatismo craneal que hace imprescindible que la mujer reciba atención médica. A través de Couturier, un periodista galo cuya connivencia con el nazismo no sería juzgada con generosidad por las nuevas autoridades de la Francia liberada, se organiza un desembarco relámpago en la costa francesa para secuestrar a un médico y llevarlo hasta el submarino, siendo Guilbert la infortunada víctima del plan.
Es sabido que, tanto en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial como en los años posteriores al armisticio, se produjo el episodio de limpieza de currículums más importante jamás acaecido en la Historia, pues no sólo afectó a millones de individuos que, cada cual en la medida de sus responsabilidades, toleraron y ampararon el nazismo, sino que, teniendo su epicentro, en lo que al Viejo Continente, en Alemania, se extendió a regiones enteras, algunas de las cuales son hoy estados miembros de la Unión Europea. Clément se centra, no obstante, en un conjunto de sujetos cuyo grado de identificación con el régimen hitleriano hacía imposible cualquier blanqueamiento de sus expedientes, y por tanto les obligaba en la práctica a cambiar de identidad y poner un océano de por medio para evitar represalias. En este sentido, Los malditos viene a ser el reverso de Náufragos, la magistral película que rodó Alfred Hitchcock pocos años antes. Aquí no hay héroes, sino seres que huyen con bastante más miedo que culpa, y un doctor ajeno a todo idealismo que se ve forzado a formar parte de ese esperpento, en el que nadie es digno de confianza y todos se empeñan en demostrar que cualquier castigo que pudiera infligírseles en caso de no prosperar su intento de huida sería proporcionado. Apenas encontramos algún rasgo de bonhomía en Ingrid, la hija de un científico noruego en cuyo poder para fabricar armas mortíferas confían los nazis para darle al conflicto un vuelco ya imposible. Los demás, en lo ético, no son más que desechos. Clément, que maneja un guión sólido y bien trabajado, se recrea en la miseria moral de sus personajes, prestos a la intriga y la traición para garantizar su supervivencia, y entre los que el nexo ideológico está lejos de proporcionar una identidad común en esas circunstancias. Le ayuda el claustrofóbico ambiente de un submarino, que el director amplifica con muchos primeros planos, que le sirven para mostrar los rasgos más definitorios de los personajes, e introduciendo algunos interesantes planos cenitales que nos permiten ver el actual estado de pequeñez de un pasaje antaño tan poderoso. Creo que a la película, durante el período que transcurre entre el secuestro de Guilbert y la llegada a Sudamérica, le falta algo de ritmo, y que ciertos personajes no pasan del estereotipo. pero también es obligado decir que Clément acierta con el tono ácido y nihilista de la historia, subrayado por los planos cortos y un montaje seco que convierte a la película en antecedente cercano del noir francés, género por el que siento especial predilección. Sin duda, el pasado del director como documentalista le ayuda a otorgar autenticidad a la película, concebida en todo momento desde el realismo, aunque en la secuencia que ilustra el retorno de Guilbert a su hogar veamos algún tic expresionista. La música, de buen nivel, se utiliza de una forma muy ajustada, sin que sirva para atenuar el evidente desprecio que Clément muestra hacia sus personajes en la puesta en escena. En este sentido, esta película tiene mucho interés, pues rompe con la tendencia, tan habitual en el cine, de idealizar a los protagonistas, y no puede enfatizarlo a través de los diálogos, por la ausencia de un personaje moralmente aceptable, sino que se obliga a mostrarlo mediante las imágenes, tarea de la que, en general, el director sale triunfante.
En el reparto se alternan figuras significativas del cine galo con intérpretes sin experiencia, varios de ellos dando vida a los alemanes huidos. Marcel Dalio, actor importante del cine francés, encabeza el elenco sólo por su prestigio, pues su papel dentro de la película es bastante secundario, aunque esté resuelto con muy buen hacer. El film es, de hecho, muy coral, y en él destaco al italiano Fosco Giachetti, notable en la piel de un hombre enamorado de una mujer que le menosprecia, y que también es el único personaje que muestra un ápice de remordimiento por haber apoyado una causa asesina. Henri Vidal, que interpreta al médico secuestrado, se me queda algo corto a la hora de mostrar la desazón del hombre a quien interpreta, mientras que Florence Marly es una femme fatale convincente, aunque de una frialdad un punto impostada. Paul Bernard, que encarna al intrigante y desencantado periodista Couturier, está bastante correcto, mientras que Jo Dest asume con energía el papel del nazi más fanático del grupo. Anne Campion, que debutaba, no pasa de lo discreto, mientras que a Kurt Kronefeld, que interpreta al general de la Wehrmacht, se le nota su falta de experiencia como actor, aunque al menos es capaz de mostrar ese aristocrático desprecio hacia los demás tan propio de los militares de alto rango.
Los malditos es una notable película que, perteneciendo a una época muy concreta, describe unos lodos en los que Europa continúa atrapada, y lo hace con rigor y buen estilo cinematográfico.