20 MILLION MILES TO EARTH. 1957. 81´. B/N.
Dirección: Nathan Juran; Guión: Robert Creighton Williams y Christopher Knopf, basado en un argumento de Charlott Knight; Dirección de fotografía: Irving Lippman y Carlo Ventimiglia; Montaje: Edwin Bryant; Música: Mischa Bakaleinikoff; Dirección artística: Cary Odell; Producción: Charles H. Schneer, para Morningside Productions (EE.UU).
Intérpretes: William Hopper (Coronel Calder); Joan Taylor (Marisa Leonardo); Frank Puglia (Dr. Leonardo); John Zaremba (Dr. Uhl); Thomas B. Henry (General McIntosh); Tito Vuolo (Comisario); Jan Arvan (Sr. Contino); Arthur Space, Bart Bradley, George Khoury, Don Orlando, Darlene Fields.
Sinopsis: Una nave, que ha protagonizado el primer viaje tripulado a Venus, se estrella en su aterrizaje junto a las costas de Sicilia. El oficial al mando consigue sobrevivir. Con la nave, también llega a la Tierra una masa gelatinosa venusiana que se convierte en una criatura que aumenta rápidamente de tamaño.
Director todoterreno que alternó cine y televisión, Nathan Juran hizo algunas incursiones interesantes en el género fantástico, entre las cuales se cuenta El monstruo de otro planeta, clásico de la ciencia-ficción que entra de lleno en el subgénero de las criaturas gigantes provocadas por mutaciones, o venidas desde el espacio exterior, que ya dio títulos importantes en el período de entreguerras y gozó de un significativo desarrollo en los primeros años de la era atómica. Juran, eficiente artesano, contó con la participación del maestro de los efectos especiales Ray Harryhausen, lo que sin duda ayudó a una película que, sin embargo, ocupa un lugar secundario dentro de los títulos más recordados de su género.
Sin duda, Nathan Juran se benefició del hecho de contar con unos medios superiores a la espartana serie B, que era el lugar que la industria reservaba al fantástico y la ciencia-ficción en esa época. Lo usual era que esas películas se rodaran en pequeños estudios o localizaciones próximas a ellos, con unos recursos muy ajustados que obligaban a un elevado empleo de la elipsis y poco más podían ofrecer que unos efectos especiales pedestres o unos monstruos o alienígenas más ridículos que inquietantes. Esta vez, Juran tuvo un presupuesto más holgado de lo que era costumbre, lo cual ensalza el acabado formal de la película, pudo atravesar el Atlántico y rodar en Italia, país en el que se sitúa la acción, y trabajó con el mejor creador de ilusiones que se podía contratar por entonces. El planteamiento narrativo es bastante descabellado, por cuanto se basa en un viaje tripulado de ida y vuelta hasta Venus, que concluye con un catastrófico aterrizaje en las costas aledañas a una aldea de pescadores siciliana que parece sacada de un film neorrealista de Rossellini o Visconti. Los tripulantes de una barca que transitaba la zona, dos adultos y un niño, acuden al rescate del gigantesco aparato y se introducen en él en busca de supervivientes, logrando rescatar a dos de ellos, heridos, que son el médico y el oficial de mayor rango de la nave. Con ellos, que al llegar a puerto son trasladados al minúsculo centro médico de la zona, alcanzó la costa un cilindro, cuyo contenido extrae el niño para vendérselo a un zoólogo muy conocido en aquellos parajes. A miles de kilómetros, de allí, el Pentágono está al corriente de lo ocurrido con su nave y decide intervenir en el asunto.
Lo más destacable de esta película, al margen de que está bastante bien hecha, es que aquí el monstruo sólo lo es en apariencia. De aquel cilindro, que el zoólogo guarda en su autocaravana, surge una pequeña criatura, con apariencia de reptil, a la que el hombre decide encerrar en una jaula para su estudio. Mientras, el comandante de la nave, ya recuperado, explica, al saber que el contenido del cilindro anda suelto por Sicilia, que las criaturas venusianas no son agresivas. Y así es: siendo cierto que el espécimen llegado a la Tierra tiene forma de reptil, que emite unos gruñidos que acojonan más que tranquilizan y que, en cuanto el sol se oculta, aumenta de tamaño a un ritmo desmesurado, también lo es que esa criatura, que no parece poseer una inteligencia superior a la de los humanos, sólo encuentra de ellos, una vez el tamaño que ha adquirido le empuja a abandonar su lugar de reclusión y queda en libertad, el rechazo y la violencia provocados por el pánico que despierta su aspecto. Es más que notoria la influencia de King Kong, pero también está ahí la de Frankenstein, porque el supuesto monstruo, dotado de una gran movilidad gracias a las manos mágicas de Ray Harryhausen, inspira más compasión que rechazo, pues sólo ataca a quienes, sin otros motivos que su miedo y su maldad intrínseca, le hieren. No sé si de un modo premeditado, pero el desarrollo de la trama lleva a empatizar con el gigante perdido en otro planeta, y a despreciar a quienes se ensañan con él de todas las maneras posibles. Otro aspecto que me lleva a ahondar en este punto de vista es la intervención del Pentágono, que, lejos de ser presentada como benefactora, combate al monstruo con una crueldad tal que no repara ni en la belleza de los monumentos milenarios que alberga el país en el que la criatura se halla. Lejos quedan, pues, esos films en los que un espécimen gigantesco y agresivo destroza cuanto encuentra a su paso y deja un reguero de cadáveres tras de sí. Aquí, como en la vida real, los auténticos malvados llevan pistolas, ropa militar y la violencia a flor de piel.
Juran, que filma todo lo expuesto con desenvoltura y brío, va directo al grano, aunque el descafeinado romance entre el comandante de la nave y la casi doctora, hija del zoólogo, sobre claramente. El director sabe darle manga ancha a Harryhausen en secuencias clave, como la del aterrizaje, y posterior hundimiento, de la nave espacial, o en ese clímax que, en un guiño clarísimo a la mencionada King Kong, se ubica en el Coliseo romano (ya saben: los que van a morir te saludan), y con ello, y con su condición de profesional eficaz, se obtiene un producto muy entretenido, nada cutre y con un mensaje inteligente que va mucho más allá del odio a lo distinto que suele estar detrás de muchas obras de este estilo. Harryhausen al margen, el trabajo de iluminación que firman a dúo el muy televisivo Irving Lippman y el documentalista Carlo Ventimiglia es muy pulido, y la música de Mischa Bakaleinikoff, que lo mismo a estas alturas ya ha sido prohibida por los guardianes de Occidente, acompaña muy bien una acción que avanza sin aspavientos a un ritmo más que adecuado, hasta dar lugar a un producto eficaz y conciso en lo técnico.
La labor de los actores, sin ser para tirar cohetes, sí es en general muy correcta, con intérpretes que dicen bien sus frases sin que parezca que estén ahí sólo por ser amigos del productor. William Hopper, aquí en uno de los escasísimos papeles protagonistas que interpretó, demuestra ser un actor sobrio, mientras que Joan Taylor, intérprete de carrera breve, cumple bien con un rol bastante arquetípico. El veterano Tito Vuolo, que interpreta al comisario italiano, rinde a buen nivel, lo mismo que el muy prolífico secundario Frank Puglia, que aquí interpreta al zoólogo, un ser de talante menos agresivo que sus congéneres pero que tampoco se opone a los cada vez más aparatosos métodos que los terrícolas emplean para liquidar al alienígena.
El monstruo de otro planeta es un título a reivindicar dentro de la ciencia-ficción de los años 50, porque más allá de basarse en premisas increíbles, se sitúa por encima de la media en cuanto a calidad y factura técnica, Por último, este film de Nathan Juran me ratifica en mi opinión de que, a esta clase de películas, el blanco y negro las favorece.