MI CALLE. 1960. 91´. B/N.
Dirección: Edgar Neville; Guión: Edgar Neville; Dirección de fotografía: José F. Aguayo; Montaje: José Antonio Rojo; Música: Manuel Parada; Decorados: Enrique Alarcón; Producción: José Martín, para Carabela Films, S.A. (España)
Intérpretes: Roberto Camardiel (Marcelino); Conchita Montes (Julia); Rafael Alonso (Pablo); Pedro Porcel (Rufino); George Rigaud (El Marqués); Susana Campos (Petra); Ana María Custodio (Marquesa); Antonio Casal (Lesmes); Adolfo Marsillach (Gonzalo); Katia Loritz (Carmela); Lina Canalejas (Milagros); Mariano Azaña (Trigo); Gracita Morales (Purita); Carlos Casaravilla (El astrónomo); María Isbert (Reme); Agustín González (Fabricio); Tota Alba, Julia Delgado Caro, María del Puy, Rafael Bardem, Héctor Bianciotti, Ángel del Pozo, Simón Ramírez.
Sinopsis: La vida en una calle de Madrid en la primera mitad del siglo XX.
Mi calle fue el último largometraje dirigido por Edgar Neville, y uno de los favoritos del cineasta madrileño de cuantos conforman su filmografía. Se trata de un fresco, de marcado aire castizo, de la vida en la capital de España tomando como marco geográfico una de sus calles, y como espacio temporal el período transcurrido entre la boda del rey Alfonso XIII, que tuvo lugar en 1906, y los años inmediatamente anteriores al rodaje de la película, que a mi juicio tiene cosas maravillosas, pero que, siendo un film eminentemente nostálgico y hecho a contracorriente (por entonces el país, y por extensión su cine, no estaban por recordar con ternura su pasado), contiene muchos de los aspectos negativos típicos de la época en que fue rodado.
Podría decirse que Mi calle es una película muy ambiciosa y de escasas pretensiones, valga una paradoja que resume sus grandezas y sus miserias. Por un lado, Neville pretende retratar la vida de un país durante medio siglo, empresa harto complicada, pero lo hace desde parámetros bastante humildes, centrándose en una sola calle de su capital y utilizando un tono ligero, muchas veces irónico, en el que prima la nostalgia. El problema es que la historia de España, y en especial la de aquellos años, aguanta mal una visión amable. La gracia natural de Neville al caracterizar a sus personajes y su excelente manera de utilizar un recurso en principio poco cinematográfico como la voz en off, muchas veces llena de socarronería, hacen que la película sea francamente buena, pese a los problemas que ya presenta su lectura en clave política, hasta que alcanza los años de la dictablanda del general Miguel Primo de Rivera. Después, el film se mueve entre lo tendencioso y lo directamente infumable cuando aborda los conflictos políticos de alto calado que tuvieron lugar a partir de entonces. Ahí se difuminan las virtudes de esta película coral que, con todo, se mantiene en pie gracias a la ternura con la que Neville muestra a sus protagonistas. En otras palabras, que Mi calle es una obra notable en tanto se presenta al espectador bajo la forma de un cuento, pero raya a una altura inferior cuando se dedica a describir la cruda realidad. La grandeza está en los detalles, en ese niño pijo a quien sus ancestros visten con uniformes ridículos, en el rescate del perro vagabundo, en el loro que canta el himno de Riego con gran respeto a los principios de su dueño, republicano de corazón, en ese bache que, gobierne quien gobierne, ahí sigue en mitad de la calle, en el despertar a la vida de Purita después de permanecer oculta durante un tiempo en la casa de citas, o en el malogrado romance entre la criada Petra y el organillero Lesmes. De todos ellos, me quedo con el astrónomo, ese personaje al que muchos acuden para intentar conocer su suerte, a lo cual él responde, con no poca sabiduría, que si en su mano estuviera conocer el destino empezaría por mejorar el suyo, que no anda muy allá. Ahí aflora el gran contador de historias que es Edgar Neville.
En el aspecto visual, los planteamientos son de obligada modestia, pero de entre la palpable corrección formal (Neville era hombre de buen gusto, y eso siempre se nota en sus películas), aflora el gran trabajo de José F. Aguayo, segundo a las órdenes de su paisano y primero en blanco y negro, en el que se incluyen imágenes de archivo intercaladas con maestría en la narración. La música, de Manuel Parada, ilustra con eficacia algunos de los más brillantes pasajes de la película, como ese magnífico plano de Petra, sola en una cafetería a punto de cerrar y sin resignarse a aceptar la idea de que su amor no es correspondido.
Mi calle es, en buena medida, una película de actores, y la verdad es que hay mucho brillo en el elenco: lo desprende, una vez más, la pareja sentimental del director, Conchita Montes, en el rol de peluquera cotilla, y lo hay también en la interpretación de la argentina Susana Campos, por entonces un nuevo rostro en el cine español. La distinción de Jorge Rigaud, la bonhomía de Pedro Porcel, la presencia en pantalla de Antonio Casal o la indiscutible calidad de Rafael Alonso también dan lustre a un extenso reparto que también cuenta con uno de los actores dramáticos españoles más destacados, Adolfo Marsillach, y con unos por entonces jovencísimos Gracita Morales, cuya vis cómica ya apuntaba alto, y Agustín González, quien debe lidiar con un papel imposible, pero lo hace con dignidad. Destacar, por último, a Carlos Casaravilla y María Isbert, que dan vida al hombre más lúcido y a la mujer seguramente más despierta de todo el reparto. No me olvido de Roberto Camardiel, uno de esos secundarios de lujo de nuestro cine que aquí tiene un papel donde puede lucir sus cualidades.
Tierno, entrañable y políticamente perverso retrato social que contiene momentos que están entre lo mejor de la filmografía de un director de cine que dio algunas grandes obras al cine español.