RAINING STONES. 1993. 89´. Color.
Dirección: Ken Loach; Guión: Jim Allen; Director de fotografía: Barry Ackroyd; Montaje: Jonathan Morris; Música: Stewart Copeland; Dirección artística: Fergus Clegg; Diseño de producción: Martin Johnson; Producción: Sally Hibbin, para Channel Four Films-Parallax Pictures (Gran Bretaña).
Intérpretes: Bruce Jones (Bob Williams); Julie Brown (Anne); Gemma Phoenix (Coleen); Ricky Tomlinson (Tommy); Tom Hickey (Padre Barry); Mike Fallon (Jimmy); Jonathan James (Tansey); Ronnie Ravey, Lee Brennan, Christine Abbott, William Ash, Geraldine Ward.
Sinopsis: Bob, un obrero católico en paro que trata de ganarse la vida como puede, desea que a su hija Coleen no le falte de nada el día de su primera comunión. El problema es que ni siquiera tiene suficiente dinero para pagarle el vestido.
En varios sentidos, Lloviendo Piedras representa lo mejor del cine de Ken Loach, seguramente el mejor retratista de los problemas de la clase obrera en Inglaterra, de la tragedia cotidiana (aderezada con pinceladas de comedia, como la vida misma) de los desheredados. Predomina un tono cercano al documental, un estilo sobrio, directo y conciso alejado de cualquier pretensión esteticista. La intención de Loach es que el espectador no piense que está viendo cine, sino historias reales, y en esta película lo consigue sin lugar a dudas. El film derrocha autenticidad, como siempre ocurre cuando el objetivo de Loach se fija en las clases humildes de su país, y pocas veces cuando intenta retratar realidades que le son ajenas.
La película nos narra las tribulaciones de un obrero en paro dispuesto a lo que haga falta para que su hija luzca un vestido nuevo en su primera comunión. A Bob, que así se llama el protagonista, le han cortado el teléfono por falta de pago y se le niega cualquier empleo que no sea tan esporádico como lamentable, pero aún así se niega a fallarle a su hija en el día más importante de su vida, aunque para ello tenga que robar ganado, desatascar colectores o hacer de portero en un club gay. Sin embargo, ninguno de estos fabulosos trabajos le reporta el dinero suficiente para comprar el vestido, por lo que Bob se verá obligado a pedir prestadas las más de cien libras que necesita, aún sabedor de que no tiene con qué devolver el préstamo.
La vida de los pobres, esa en la que, por muy creyentes que éstos sean, los rezos no llevan comida a la mesa, en la que se necesitan muchos tacos para describir adecuadamente la guerra cotidiana, en la que la mayor de la suertes es tener bastante dinero para pagar las facturas, en la que todo es tan gris como esos sucios barrios que se recorren cada día a la búsqueda de un empleo, en la que, en fin, la cerveza funciona a la vez como narcótico para ahogar las penas y como gasolina para seguir adelante. Nadie, al menos en el cine moderno, ha plasmado tan bien esta realidad como Ken Loach, director de carrera irregular pero brutalmente coherente con una forma de entender el cine como medio para denunciar las injusticias del mundo e intentar cambiarlo. Aquí hay autenticidad, diálogos creíbles, ropa vieja y gastada, miradas más gastadas todavía, hay mierda y almorranas, hay violentos usureros y, también, resquicios para el humor, el más brillante de los cuales tiene lugar en un club de los tories. Bien hecho, Ken.
La característica estética más destacable de este film es su casi total ausencia de estética, entendida ésta como sinónimo de glamour. Todo es sencillo, directo y encaminado a enfatizar lo que realmente le interesa a Loach, es decir, la historia. Un muy buen guión de Jim Allen pone los fundamentos de la que sin duda es una de las mejores películas del cineasta británico, pues carece de muchos de los defectos más frecuentes en buena parte de su filmografía: el maniqueísmo, el tono panfletario, las interpretaciones flojas o el desaliño formal. Aquí los actores resultan convincentes, el tono es mucho más sincero que aleccionador, y las situaciones no resultan forzadas o resueltas con descuido. «A los pobres siempre les llueven piedras», dice uno de los personajes del film. Loach, izquierdista convencido, conoce bien la piedad y la compasión, y esta vez acierta incluso cuando manipula. Cine que fija la mirada en un mundo que casi nunca aparece en el cine, auténtico cinema-verité, sincero y entretenido. Cuando Ken Loach da en la diana, su cine consigue ser a la vez un toque a la conciencia y un soplo de aire fresco. Y en Lloviendo Piedras su puntería es casi la de un Guillermo Tell.