Quienes están siguiendo de cerca la campaña electoral catalana tendrán que explicarme cómo se las apañan para vivir con una sensación tan grande de vergüenza ajena, o para reprimir el vómito. Para empezar, se trata de unas elecciones fraudulentas, en las que se nos obliga a escoger qué país preferimos que nos mate de asco, en lugar de empezar (que ya llevamos casi un lustro en la inopia) a buscar formas efectivas de amortiguar el batacazo. El pueblo catalán debe, en estas elecciones, demostrar ese hecho diferencial del que tanto presume (y que a mí tanto me cuesta ver) y probar que es mejor que quienes otorgaron mayorías absolutas a gente como Camps o Matas. Sí, estoy hablando del Mesias catalán pero residente en Liechtenstein, cuya gestión en estos dos años de legislatura sólo puede calificarse de catástrófica. ¿Quieren derecha corrupta? Voten CIU o PP, como… uy, sí, hace casi toda España… Eso sí, después que no llore ni Dios. Quienes no queremos esa inmundicia en el gobierno de nuestro país tenemos la obligación de ir a votar, y hacerlo por un partido con representación parlamentaria o con buenas posibilidades de obtenerla, por mucho asco que pueda darnos la opción que escojamos. Si a quienes votan CIU o PP no se les cae la cara de vergüenza al hacerlo, de qué nos sirve a los demás ser más puros y estar más jodidos…