Reproduzco un artículo, escrito por el ex-ministro de Exteriores de Israel, Shlomo Ben Ami, y publicado en la edición de hoy de El País, con traducción de Carlos Manzano, por constituir uno de los análisis más lúcidos que he leído sobre la situación en el mundo árabe, y en concreto en Siria:
» REVOLUCIÓN EN EL VACÍO, por Shlomo Ben Ami
La guerra fría puede haber acabado, pero ha vuelto la rivalidad entre las superpotencias. A consecuencia de ello, la capacidad de la comunidad internacional para unirse frente a las más importantes amenazas mundiales sigue siendo tan deficiente como siempre.
En ningún caso se refleja más claramente que en el de Siria. Lo que debía ser un plan coordinado para proteger a los civiles de una represión despiadada y un avance hacia una transición pacífica —el formulado por el ex secretario general de Naciones Unidas Kofi Annan— ha acabado degenerando en una guerra por poderes entre Estados Unidos y Rusia.
Los dirigentes de Rusia (y China) intentan defender un sistema internacional basado en la soberanía incondicional de los Estados y rechazan el derecho de injerencia humanitaria, de inspiración occidental. Preocupados por que las rebeliones árabes radicalicen a sus propias minorías reprimidas, se niegan a permitir que se utilice el Consejo de Seguridad de la ONU para fomentar cambios revolucionarios en el mundo árabe, y Siria, el último baluarte ruso de la guerra fría, es un activo que el Kremlin hará todo lo posible por conservar.
Pero Rusia y China no son el único problema. Las más importantes democracias emergentes como Brasil, India y Sudáfrica han sido particularmente decepcionantes en su reacción ante la primavera árabe. Todas ellas son adalides declarados de los derechos humanos a la hora de condenar cualquier ataque defensivo de Israel en Gaza como “genocida”, pero se muestran igualmente unidas al oponerse a la adopción de medidas sobre Siria por el Consejo de Seguridad, justo cuando la represión en este país resulta más atroz que nunca. Los levantamientos árabes o bien chocaron con su compromiso con la inviolabilidad de la soberanía nacional o bien aumentaron su temor a que una “intervención humanitaria” fuera simplemente otro instrumento de dominio del Norte.
La reacción de Occidente ha sido mucho más favorable a las aspiraciones de los árabes, pero también ha sido contradictoria y desigual. Tanto Estados Unidos como Europa pasaron años dedicados a un monumental ejercicio de hipocresía política, al predicar el evangelio del cambio democrático y al tiempo apoyar a tiranos árabes. No es de extrañar que se encontraran sin instrumentos para abordar las revoluciones árabes.
De hecho, en ningún momento desde el comienzo de la primavera árabe se ha podido discernir una estrategia occidental coherente para abordar sus muchas dificultades e incertidumbres.
En cada caso se ha reaccionado de forma diferente, ya fuera por las limitaciones impuestas por la política de poder internacional, como ocurre ahora con Siria, o por consideraciones económicas y estratégicas, como en Arabia Saudí o Bahréin.
Por su parte, Estados Unidos no abandonó inmediatamente a aliados autoritarios, como, por ejemplo, el Egipto de Hosni Mubarak y el Túnez de Zine el Abidine Ben Ali. Si estos hubieran mostrado más rapidez y eficacia para reprimir las protestas de las masas, podrían seguir en el poder actualmente… con la bendición americana. Estados Unidos no se volvió contra ellos porque fueran autócratas, sino porque no lo fueron con suficiente eficiencia.
Entretanto, Europa se encuentra paralizada por una crisis financiera que amenaza la propia existencia de la Unión Europea. Los instrumentos tradicionales de política exterior de la UE —el “fomento de la sociedad civil” y “el fomento del comercio”— no son sustitutos válidos de una estrategia para afrontar el nuevo juego de poder en el Mediterráneo. Y sin embargo, Europa se ha mostrado totalmente incapaz de reaccionar de forma apropiada ante unas condiciones en las que los regímenes islamistas están estableciendo independientemente sus prioridades y agentes externos —Catar, Arabia Saudí, Turquía, Rusia, China y tal vez Irán incluso— están rivalizando para obtener influencia con una extraordinaria combinación de potencia de fuego financiero y fuerza política.
Europa no puede permitirse el lujo de permanecer al margen. La Operación Protector Unificado de la OTAN en Libia fue un gran éxito para la Alianza, pero la decisión de Estados Unidos de permitir que Europa asumiera la dirección indicó también su intención de “reequilibrar” sus prioridades mundiales. En vista de que Estados Unidos está centrando su atención en Asia y el Pacífico en lugar de en los intereses vitales de Europa, el Mediterráneo y Oriente Próximo, ya no se puede esperar que tome la iniciativa para resolver las crisis en el patio trasero de Europa.
De hecho, en el programa de Estados Unidos ya no hay grandes proyectos para Oriente Próximo. Desde su victoria en la guerra fría, la hegemonía de Estados Unidos en Oriente Próximo ha sido una historia de frustración e inversión en sangre, sudor y fondos no recompensada. Ahora se espera un cambio en pro del realismo en materia de política exterior, y la reciente reunión de la secretaria de Estado, Hillary Clinton, con el presidente islamista de Egipto, Mohamed Morsi, es una clara indicación de la nueva orientación de Estados Unidos.
Las consecuencias de semejante cambio son de gran alcance. A raíz de los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001, Estados Unidos vio el mundo islámico casi exclusivamente a través del prisma de la “guerra mundial contra el terror”. Sin embargo, ahora las autoridades reconocen que fue precisamente la persistencia secular de autocracias árabes lo que fomentó el terrorismo islamista.
A consecuencia de ello, la premisa más importante de la política actual de Estados Unidos es la de que una pérdida de confianza de los islamistas en el proceso democrático tendría consecuencias adversas y de que la restauración de los antiguos regímenes podría amenazar los intereses occidentales más que un gobierno de los Hermanos Musulmanes. Ahora Estados Unidos está entablando prudentemente relaciones con los nuevos dirigentes islamistas con la esperanza de que no pongan en peligro los acuerdos de paz propiciados por Estados Unidos (Israel-Jordania e Israel-Egipto) ni obstaculicen las medidas adoptadas para poner freno a las ambiciones nucleares de Irán.
La de hacer realidad dicha esperanza no es una tarea fácil. La agitación en las sociedades árabes va a persistir sin lugar a dudas en los años futuros y es de esperar que las potencias mundiales y regionales en ascenso aprovechen la fragmentación del orden internacional para hacer avanzar sus intereses en esa región.
Dada la confusión en que está sumida Europa y la resistencia de la crisis nuclear de Irán a una resolución diplomática, el nuevo realismo de la política exterior de Estados Unidos podría muy bien significar que, por mucho que les desagrade, se vean obligados en última instancia a revisar su “estrategia reequilibradora”.