Píldora al canto para empezar mayo. Recomendada para los que saben que las guerras no son buenas, pero que una vez metido en ellas, hay que ganarlas.
JUEGO LIMPIO
En menos de un minuto, un rubito que se parecía a las gemelas Olsen nos había clavado un gol, las voces de los engominados papás y las repintadas mamás de nuestros adversarios habían enronquecido de tanto gritarnos (en perfecto castellano) “charnegos de mierda” y Miguelito, nuestro mejor jugador, estaba tendido en la banda como consecuencia de un pelotazo recibido en plena jeta. “Disfrutad mientras podáis”, me dije yo, sólido lateral derecho superado a las primeras de cambio. Aquellos ingenuos no sabían que nosotros estábamos allí para ganar, no para jugar al fútbol. Mientras atendían a Miguelito se me acercó Víctor, nuestro capitán y líder, y me dijo:
– Ocúpate de la rubita, Josema. Que no se te vuelva a escapar.
A los pocos minutos, y ya con Miguelito en la cancha, empezó el partido de verdad: Olsen trató de escaparse de nuevo y un servidor le mandó de un empujón (con el hombro, eso sí) contra su propio banquillo. A mis oídos llegaban todo tipo de insultos (yo que creía que en aquellos barrios finos estaban mejor educados que nosotros) mientras el árbitro, un veinteañero con cara de seminarista, venía corriendo hacia mí, al igual que los dos o tres compañeros más osados de Olsen y seis o siete de los míos. Había que adelantarse a los acontecimientos, así que me fui para el seminarista y, mirándole con cara de el próximo serás tú le dije:
– No me jodas, fue carga legal. No es ni falta.
Pitó falta, pero la cosa no pasó de ahí hasta que Olsen, mientras íbamos hacia mi área, me soltó:
– Cabrón, muerto de hambre.
Si hay algo que no soporto es un niñato malcriado. En un minuto le escupí cuatro veces, una en la cara y tres en la nuca, y le respondí:
– Mejor ser un muerto de hambre que salir de aquí con una pierna rota, ¿verdad?
Funcionó. El miedo siempre funciona. Lo mantuve quieto y calladito durante diez minutos. En ese tiempo, el partido se había calentado tanto que el seminarista tuvo que llamar a los dos entrenadores y parar el juego intentando enfriar la cosa. Para nuestra desgracia, antes del descanso Miguelito se revolvió ante la enésima tarascada y fue expulsado. La cosa se estaba poniendo bastante fea.
En el vestuario sólo se oyeron gritos de guerra, algunos de ellos cantados. La más brillante de estas composiciones improvisadas utilizaba la melodía de Yellow Submarine, pero con una letra más adecuada para la ocasión: “En Santaco los vamos a matar”. Con ella en los labios regresamos al campo. Antes de sacar de centro, Víctor nos reunió y nos dijo:
– Somos mejores y tenemos más huevos que ellos. Aquí no podemos perder.
La madre de Víctor fregaba pisos a quinientas pesetas la hora en el barrio en que jugábamos.
Empezó la segunda parte, y en la primera jugada forzamos un córner, en el cual no sé qué pasó porque alguien me dio un codazo en el estómago sin que el seminarista se diera (o quisiera darse) cuenta. Eso sí, el dolor y el cabreo se me pasaron pronto, porque a los dos minutos Víctor centró y Ortega, el mejor cuentachistes de todo el colegio, marcó de cabeza. Celebramos el gol como si hubiéramos ganado la Copa de Europa mientras los papás y mamás de Pijolandia se acordaban de los nuestros de mala manera. En vista del chaparrón, tres o cuatro de nosotros optamos por intentar calmar un poco los ánimos obsequiándoles con varios cortes de manga, en mi caso acompañados de un ostentoso masaje genital.
El empate les puso nerviosos. Perdían el balón sin llegar a enlazar tres pases y respondían a nuestro inagotable arsenal de marrullerías de una forma tan torpe que provocó que a un cuarto de hora del final jugáramos nueve contra nueve. A mí me habían sacado la amarilla por soltarle un patadón, esta vez involuntario, a Olsen, quien ya no me dijo nada cuando se levantó.
A diez minutos del final tuve el primer orgasmo verdadero de mi vida: Víctor dribló a un par de adversarios tras recoger un pase mío que no iba para él y chutó sin que el portero pudiera hacer nada para evitar el 1-2. Más insultos, más cortes de manga y más exhibición testicular. Ya eran nuestros. De ahí al final no ocurrió nada, a excepción de mi segundo verdadero orgasmo: con el tiempo cumplido, Víctor sacó una falta y hubo varios rechaces en el área hasta que el balón cayó a mis pies a menos de dos metros de la portería. Para celebrar el gol me fui hacia el sector pijo-hooligan, me quité la camiseta y con ella a modo de muleta brindé a la concurrencia unos cuantos pases marca de la casa. A mi lado cayó un mechero, lanzado sin duda por alguno de aquellos respetables padres de familia, que me quedé porque era bastante mejor que los que yo utilizaba.
Acabó el partido, y mientras corría a abrazarme con mis compañeros, me pareció que Olsen me miraba con una expresión seguramente muy parecida a la que tendría mi cara cuando le oí llamarme “muerto de hambre”. No lo entendí. Acababa de hacerle un gran favor: ahora ya sabía lo que significa perder.