Nueva píldora, recomendada para fans de Rilke, si es que aún queda alguno, y artistas frustrados de toda procedencia.
ESCRIBIR COMO BUKOWSKI ES FÁCIL
“ Más de un hombre bueno ha acabado en el arroyo por culpa de una mujer”
HENRY CHINASKI
“ Mediocres del mundo, yo os absuelvo”
F. MURRAY ABRAHAM (Antonio Salieri) en Amadeus
Carlos Almeida era un joven más bien tímido que de mayor quería llegar a ser un escritor provocador. Después de pasarse toda la adolescencia imitando a Rilke y comiéndose las pocas roscas que dejaban caer al suelo los músicos (y suerte que a esa edad aún no sueles tropezarte con narradores), un día cayó en sus manos Trópico de Cáncer y su universo de pasiones arrebatadas y florecillas silvestres se tambaleó hasta derrumbarse. Aquel yanqui sabía escribir, vivía la vida y follaba como un descosido. “A la mierda Rilke”, dijo a su espejo nada más terminar el libro.
En la vida real, Carlos Almeida era contable en una empresa de embutidos. Levantarse cada mañana a las seis y media suponía un freno considerable a sus ansias de bohemia desenfrenada, pero supo apañárselas para mantener la doble imagen de aprendiz de escritor depravado y empleado del mes y, además, emparejarse con una chica razonablemente bella y bastante inteligente llamada Carolina. Ése fue el principio de su final como escritor.
Poco antes de conocer a Carolina, Carlos descubrió a Charles Bukowski, y ese descubrimiento significó un antes y un después en su forma de escribir. Aprendió que lo que callaba, y lo que casi todos los demás escritores también callaban, tal vez era más interesante, o al menos estaba más vivo, que lo que escribían. Durante un par de meses creó varios relatos cortos, deudores del estilo del ”mártir truculento del sueño americano” (así fue bautizado el también conocido como Henry Chinaski en un periódico parisino; nadie mejor que los franceses para el palabreo pomposo), que tuvieron muy buena acogida entre sus amigos escritores y otros compañeros de parranda. Por fin, el aprendiz de narrador parecía haber encontrado su camino. Pero como la dicha nunca es completa, Carolina leyó sus relatos:
– No están mal -dijo-, aunque siguen demasiado ciertas modas actuales, y se nota que te gusta Bukowski.
– ¿ Y qué tiene eso de malo?- preguntó Carlos.
– Nada –contestó Carolina-, pero escribir como Bukowski es fácil. Basta con transcribir tu vida real.
Carlos hubiera podido decir muchas cosas, pero gran parte de ellas supondrían quedarse sin la única novia que tenía, así que optó por el silencio. A él le gustaban sus relatos, le divertía leerlos y, qué carajo, si el autor fuese otra persona él diría igualmente que varios de ellos eran cojonudos, aunque ni la mitad que los de Bukowski. Esta idea empezó a torturarle: si tan fácil era escribir como el gran Hank, ¿qué valor tenían las historias de Carlos Almeida, el mismo que los solos de los cientos de trompetistas que querrían ser Freddie Hubbard? ¿Otro imitador barato? ¿Un nuevo escritor de karaoke?¿Merecía la pena sacrificarlo todo, Carolina incluida, por un talento más bien dudoso, y por un éxito más dudoso todavía? El mundo, que ya tenía su Hesse, su Joyce, su Dostoievski, su (tengo que decirlo) Bukowski, ¿le necesitaba también a él? Porque, si la respuesta a esta última pregunta era afirmativa, eso suponía dejarlo todo y dedicarse únicamente a escribir, sin Carolina, sin jamones y, previsiblemente, sin dinero. Entonces sí podría llegar a escribir como Bukowski… si lograba sobrevivir el tiempo suficiente, claro.
* * *
Carlos Almeida se pasó una semana encerrado en casa, sin hablar con nadie, intentando encontrar la respuesta correcta a todas aquellas preguntas. Por lo que me han contado, hoy, cinco años después de aquella crisis, tiene dos hijos fruto de su matrimonio con Carolina, es jefe de contabilidad en la empresa de embutidos y no ha vuelto a escribir un solo relato. Descanse en paz.