
LES YEUX SANS VISAGE. 1960. 89´. B/N.
Dirección: Georges Franju; Guión: Jean Redon, Pierre Boileau, Thomas Narcejac y Claude Sautet, basado en la novela de Jean Redon. Diálogos de Pierre Gascar; Director de fotografía: Eugen Schüfftan; Montaje: Gilbert Natot; Música: Maurice Jarre; Diseño de producción: Auguste Capelier; Dirección artística: Margot Capelier; Producción: Jules Borkon, para Champs Élysées Productions-Lux Film (Francia).
Intérpretes: Pierre Brasseur (Dr. Génessier); Alida Valli (Louise); Juliette Mayniel (Edna Grüber); Alexandre Rignault (Inspector Parot); Béatrice Altariba (Paulette Meroudon); Edith Scob (Christiane); François Guérin (Jacques); Claude Brasseur, Michel Etcheverry, René Génin, Yvette Etiévant.
Sinopsis: Un cirujano secuestra a chicas jóvenes para reconstruir el rostro de su hija, desfigurado a causa de un accidente.
Si le preguntas a alguien que tenga unas mínimas nociones de la historia del cine por una película de terror francesa, es muy probable que la primera que cite sea Los ojos sin rostro, obra maestra de un director, Georges Franju, que venía brillando como documentalista desde la posguerra y acababa de demostrar sus dotes para el largometraje con su ópera prima en esa disciplina, La cabeza contra la pared, film que, al igual que el aquí reseñado, adapta una obra literaria. Se trata, en este caso, de una novela de Jean Redon, autor que participó en la escritura del libreto. A pesar de los intentos por complacer a la censura y el prestigio del director, Los ojos sin rostro no fue bien recibida en su estreno, que tuvo lugar en plena eclosión de la Nouvelle Vague, y hubo que esperar varias décadas para que la película tuviera el reconocimento que merecía.
Más allá del material literario en que se basa, y en la presencia de Claude Sautet, que escribió la primera versión de la adaptación y ejerció como primer asistente de Franju, Los ojos sin rostro se entiende mejor por la presencia como coescritores del dúo formado por Boileau y Narcejac, responsables de las novelas en las que se basaban Vértigo y, sobre todo, Las diabólicas, obra con la que el film de Georges Franju comparte atmósfera malsana e interés por analizar la perversidad en clave femenina. El inicio de la película discurre a un ritmo lento, pero en él se suceden dos acciones que sientan las bases del relato: en un paraje solitario y en plena noche, una mujer arroja un cadáver al Sena; en otro lugar, un cirujano imparte una conferencia sobre heteroinjertos. Al salir, ese hombre es requerido por la policía, a fin de que acuda al depósito para un reconocimiento. Una vez allí, el médico afirma que el cuerpo sin vida hallado en el río es el de su hija, dada por desaparecida después de haber sido víctima de un accidente automovilístico. La realidad, sin embargo, es bien distinta.
Franju toma como punto de partida los films de terror clásicos de la Universal, pero también los de la Hammer, productora británica que en fechas recientes había resucitado a Frankenstein como personaje cinematográfico. Ese médico que desafía a Dios con sus experimentos y es castigado por ello es una influencia directa en Los ojos sin rostro, pues Génessier comparte la frialdad, la arrogancia y la falta de empatía con el dolor ajeno con el perfil que otorgó Peter Cushing al científico surgido de la imaginación de Mary Shelley en los dos films que la Hammer había consagrado a ese personaje antes de que el de Franju viera la luz. De igual modo, y tal como sucedía en las obras terroríficas de la Universal de los años 30, y también en el cine negro, que tantas buenas películas había generado en Francia, la influencia del expresionismo alemán en la puesta en escena es palmaria. Los ojos sin rostro es un film que se aleja de lo fantástico, pero en el que nada es lo que parece. Hay un punto inverosímil en su planteamiento, pues cuesta creer que las consecuencias del violento accidente sufrido por Christiane Génessier se limiten a la completa desfiguración de su rostro (en este punto, hay que resaltar que es ella quien culpa a su padre de provocar la tragedia; él, en cambio, no muestra ningún signo externo de remordimiento, aunque por sus acciones sepamos que este existe), pero si nos abstraemos de ese aspecto, lo que queda a la vista es la dualidad antes mencionada: el prestigioso cirujano es un criminal que no vacila en sacrificar a jóvenes inocentes con tal de reconstruir el rostro de su hija; su ayudante, Louise, no es esa mujer amable que aparenta, sino alguien que se vale de su encanto social para suministrar al doctor las víctimas que necesita; la ubicación geográfica del film, en definitiva, es el perfecto ejemplo de esa ambivalencia, pues esconde una cámara de los horrores en las estancias más ocultas de lo que a ojos del público es una prestigiosa clínica situada a las afueras de París. Y los animales no son mascotas, sino cobayas.
Franju ilustra la historia con precisión de cirujano: en la larga escena del heteroinjerto de la piel de Edna a la de Christiane, que provocó la reacción de la censura y algunos desmayos en las salas de exhibición, asoma su alma de documentalista, algo que, paradójicamente, hace más terrorífico el asunto. La principal virtud del director es la de saber comunicar a las audiencias, casi siempre sin palabras, la característica principal del film, que no es otra que la angustia. Todos los personajes protagonistas la experimentan, cada cual a su manera. Franju la expone con frialdad, y la transmite a los espectadores. Esos perros que ladran y aúllan en todo momento y desde ninguna parte, ese caminar espectral de Christiane, ese rostro desencajado de Louise cuando es consciente de las consecuencias de sus actos, son generadores permanentes de desasosiego. A esto también ayuda la fotografía de Eugen Schüfftan, alguien a quien no había que explicarle lo que era el expresionismo, y que contribuye a generar tensión con su empleo del claroscuro y los planos cerrados que acentúan el aire claustrofóbico de las catacumbas de la clínica. En la música de Maurice Jarre destcan dos temas principales, dedicados a las protagonistas femeninas: el primero, con aires de carrusel, acompaña las escenas en las que Louise escoge a las víctimas de Génessier; el segundo, dedicado a Christiane, desprende melancolía. Es justo mencionar que el modo en que se descubren las fechorías del doctor es algo forzado, pero eso queda subsanado por un final espléndido, que destila un aroma poético heredero de Cocteau.
Para el reparto, Franju se rodeó de conocidos. Resulta curioso que Pierre Brasseur, un ilustre veterano del cine galo, asuma el papel de médico en el segundo largometraje del director, si tenemos en cuenta que ya hizo tal cosa en el primero. Brasseur, un actor de mucha calidad, interpreta aquí a un profesional magnífico… que, por desgracia, utiliza sus conocimientos para hacer el mal, por mucho que él se justifique bajo un manto tan noble como la salvación de su hija. Lo interpreta con rigor, subrayando sin aspavientos el vacío interior de su personaje. Alida Valli, que sabía lo que era trabajar para Hitchcock, era dueña de una carrera en declive en términos de popularidad, pero supo adaptarse a un rol ingrato, pero interesante, el de una mujer cuyo sentido de la lealtad no titubea ni ante la complicidad en el asesinato. Buena interpretación, la suya. Edith Scob, que acababa de debutar como actriz en la ópera prima de Franju, repite con el director con un personaje al que, en la mayoría de las escenas, vemos de espaldas o enmascarado (un detalle a señalar es que la primera vez que vemos su rostro desfigurado lo hacemos a la vez que Edna, una de las víctimas de Génessier), lo que hace difícil valorar una interpretación que, en todo caso, no desentona y va ganando peso en la película a medida que se aproxima el desenlace. Tanto Juliette Mayniel como Béatrice Altariba, que dan vida a las dos víctimas del doctor que marcan el desarrollo y la conclusión de la trama, están a buen nivel, mientras que Alexandre Rignault, omnipresente en el cine clásico francés, desempeña con eficacia el rol de agente del orden.
Magnífica película, que en muchos aspectos se adelantó a su tiempo y ha influido a cineastas de diferentes generaciones, Los ojos sin rostro sufrió en su momento las andanadas de los snobs que consideran que el cine de género es por definición menor y, en un ejemplo de justicia poética, representa a posteriori un claro y clásico ejemplo de que esos especímenes elitistas se equivocan.