
LE BONHEUR. 1965. 78´. Color.
Dirección: Agnès Varda; Guión: Agnès Varda; Dirección de fotografía: Jean Rabier y Claude Beausoleil; Montaje: Janine Verneau; Música: Jean-Michel Defaye; Diseño de producción: Hubert Monloup; Vestuario: Claude François; Producción: Mag Bodard, para Parc Film- MK2 Films (Francia).
Intérpretes: Jean-Claude Drouot (François Chevalier); Claire Drouot (Thérèse Chevalier); Marie-France Boyer (Émilie Savignard); Marc Eyraud (Joseph Chevalier); Olivier Drouot (Pierrot); Sandrine Drouot (Gisou); Paul Vecchiali (Paul); Marcelle Favre-Bertin, Manon Lanclos, Sylvie Saurel, Christian Riehl.
Sinopsis: François es un carpintero felizmente casado y con dos hijos. A pesar de ello, cuando conoce a Émilie ambos se convierten en amantes.
Entre los nombres más importantes de cineastas asociados a la Nouvelle Vague figura el de Agnès Varda, directora belga que deslumbró con su segundo largometraje, Cléo de 5 a 7. Su siguiente trabajo en ese formato fue La felicidad, obra de consagración que obtuvo el Oso de Plata en el festival de Berlín, entre otros reconocimientos.
Este tipo de películas, que con buenos motivos cautivan a la crítica, por lo general tienen una repercusión popular discreta, a pesar de su calidad. Varda propone al espectador un experimento ligero en las formas, pero muy radical en su planteamiento. Para llevarlo a cabo, empleó a un actor que debutaba en el largometraje, su compatriota Jean-Claude Drouot, y a su esposa e hijos en la vida real, todos ellos sin experiencia en el cine. Ya en el prólogo, vemos un idílico paisaje campestre, con primeros planos de unos girasoles dignos de Van Gogh, aunque en segunda instancia se nos muestran otras flores de la misma especie que, a diferencia de las anteriores, han perdido su brillo. Aquí está en verdad toda la película. De inmediato asistimos, en ese mismo campo, a la perfecta excursión dominical de la familia protagonista, ilustrada con música de Mozart. No hay nada impostado en este despliegue de dicha, con un matrimonio joven que se quiere y tiene dos hijos maravillosos. El ideal de felicidad, según marcan los cánones. La vuelta a la rutina de los lunes no altera el esquema: el hombre trabaja en un negocio familiar de carpintería, con el que se siente realizado en lo profesional, y la mujer, modista, recibe encargos de sus clientas mientras sus hijos crecen sanos y felices en una tranquila barriada de clase media, alejada del bullicio de la gran ciudad. Hay un hecho que sí modifica el panorama: un día, el hombre acude a la oficina de correos para hacer una llamada telefónica. Allí conoce a una joven y bella empleada, Émilie, que en poco tiempo se convertirá en su amante. Esta circunstancia no cambia la relación del infiel con su esposa, a la que sigue queriendo exactamente igual que antes, ni con sus hijos. Al contrario, su felicidad, que ya era mucha, aumenta con su nuevo romance hasta ser casi absoluta. En otra de sus excursiones campestres dominicales, la esposa, que nota a su marido aún más dichoso que de costumbre, le pregunta el motivo. Él, por un elemental sentido de la discreción, se resiste, pero al final lo expone. Y todo se altera de forma radical. O no.
Agnès Varda comentó en varias ocasiones que, a diferencia de casi todos sus compañeros de generación adscritos a la Nouvelle Vague, su cultura cinematográfica antes de dedicarse profesionalmente al séptimo arte era escasa, lo que hace más meritorio su desempeño en este film-trampa, de gran carga filosófica y que, en lo formal, es luminoso y utiliza técnicas de montaje rupturistas en las que se nota la influencia de Jean-Luc Godard. Para mostrar la instantánea atracción entre François y Émilie, la directora intercala planos cortos del rostro de cada uno de ellos, dejando patente el deseo mutuo sin necesidad de palabras. Su condición de fotógrafa añade, sin duda, atractivo visual a sus imágenes, dándose la circunstancia de que se trata de su primera obra rodada en color. A partir del punto de ruptura, es decir, de la secuencia en la que la película rompe con lo expuesto hasta entonces, la luminosidad antes aludida adquiere un aspecto más otoñal. A nivel de discurso, al margen de dejar claro que a Agnès Varda, al igual que a gran parte de los seres humanos, no le acaba de convencer eso del poliamor (que es lo que hay en lo que a François se refiere), emerge una visión desencantada de las relaciones de pareja, así como una crítica a la moral burguesa, capaz de correr los velos que hagan falta con tal de mantener el statu quo. Desde un ángulo feminista, bajo el que se ha analizado en reiteradas ocasiones esta película, hay que decir que el film adopta el punto de vista masculino, y que por ello la felicidad de la mujer queda supeditada a la del hombre, aspecto que Varda critica sin ambages, pero sin dejar de lado la sutileza. El paralelismo entre prólogo y epílogo dicta que esa manera de entender el mundo victimiza a la mujer.
Hay un montón de símbolos visuales que Varda utiliza: los girasoles, que siempre remiten a Thérèse, los carteles con palabras clave o las transiciones entre escenas utilizando distintos colores puros. Más allá de eso, la partitura de Jean-Michel Defaye pasa bastante desapercibida frente a la extensa, y muy meditada, utilización de la música de Mozart que se hace a lo largo de la película.
Como ya ha quedado dicho, Agnès Varda utilizó al actor cuasidebutante Jean-Claude Drouot y a su familia en la vida real para crear su obra. La complicidad de todos ellos, en especial la de los dos adultos, se antojaba clave para el buen desarrollo del proyecto, y las imágenes dejan claro que la directora la consiguió. Jean-Claude Drouot muestra buenas maneras como actor, tanto en la faceta más dichosa de su personaje como cuando este se enfrenta a una realidad muy distinta, con una gestualidad obviamente más circunspecta. Su esposa, Claire, que no volvió a aparecer en ninguna otra película, adopta el rol de mujer sumisa y modélica sin que se perciba su inexperiencia, y los dos hijos del matrimonio se comportan con naturalidad ante las cámaras. Marie-France Boyer, una bella y diestra actriz que desapareció del mapa cinematográfico a principios de los años 70, trasluce el encanto de su personaje, y añade el bagaje profesional necesario. El resto del reparto apenas tiene presencia, aunque es de destacar la naturalidad de los intérpretes que intervienen en la irónica escena de las fotografías a la pareja de recién casados.
No hablamos de la mejor película de Agnès Varda, ni tampoco del más recordado de sus trabajos, pero La felicidad es un film con muchos puntos de interés, que visto hoy da la sensación de no haber envejecido nada.