THE MAGGIE. 1954. 91´. B/N.
Dirección: Alexander Mackendrick; Guión: William Rose, basado en un argumento de Alexander Mackendrick; Director de fotografía: Gordon Dines; Montaje: Peter Tanner; Música: John Addison; Dirección artística: Jim Morahan; Producción: Michael Truman, para Ealing Studios (Reino Unido).
Intérpretes: Paul Douglas (Calvin B. Marshall); Alex Mackenzie (Capitán McTaggart); James Copeland (MacGregor); Abe Barker (Maquinista); Tommy Kearins (Dougie, el grumete); Hubert Gregg (Pusey); Geoffrey Keen (Campbell); Dorothy Alison (Sra. Peters); Andrew Keir (Periodista); Meg Buchanan, Mark Dignam, Jameson Clark, Moultrie Kensall, Fiona Clyne.
Sinopsis: La Maggie, una destartalada barcaza comandada por el capitán McTaggart, debe trasladar a través de Escocia un valioso cargamento propiedad de un empresario estadounidense.
Alexander Mackendrick pertenece a esa selecta galería de directores de filmografía breve, pero importante. Su cuarto largometraje, al igual que los tres que le precedieron, lo facturó para la productora británica Ealing, responsable de muchas de las mejores comedias de la posguerra. Dentro de las realizadas por Mackendrick, La bella Maggie es, muy probablemente, la más olvidada, pues pese a sus tres nominaciones a los premios BAFTA, no disfrutó de una carrera internacional significativa y no faltan quienes afirman que, de las cinco comedias que Alexander Mackendrick rodó para la Ealing, esta es la menos memorable. Lo suscribo.
A diferencia de lo que sucede en otras de sus películas, realizadas por encargo, en La bella Maggie se da una implicación personal del director, nacido en los Estados Unidos pero criado en Escocia, lugar en el que se ubica la película. Es curioso, pero este elemento a priori beneficioso juega en contra de la obra, porque si algo hace sobresalir a las comedias de la Ealing son sus abundantes dosis de ironía y humor negro, rasgos ausentes en La bella Maggie, que es más bien un cuento moral, a la vez que una socarrona pero edulcorada carta de amor a Escocia. El único personaje que evoluciona espiritualmente en el film es el extranjero, el empresario norteamericano que, como todos los de su especie, lo entrega todo a cambio del beneficio, la codicia y el éxito. Este hombre, a fuerza de contratiempos y desencuentros culturales, aprenderá que hay otras formas de vivir más allá de la obsesión por el dinero. En cambio, los lugareños siguen igual de mostrencos en la última escena que en la primera. Ellos sólo tienen un mundo y una forma de verlo, y a esto se aferran desde la cuna a la sepultura.
Hay escenas muy divertidas, como aquella en la que Pusie, el esbirro para todo del empresario, acaba detenido por practicar la caza furtiva, pero se echa en falta una mayor dosis de mala uva, al margen de que el tópico de que el niño posea mayor capacidad de raciocinio que los adultos ya lo era en la época en que se estrenó la película. Ya se ha comentado que a Mackendrick le juega una mala pasada la idealización de su infancia, pero en su haber quedan algunas escenas marítimas y de navegación bellamente filmadas, por ejemplo la de la niebla, o aquellas en las que se explica que, en lo que al capitán McTaggart se refiere, la experiencia no es un grado si se reincide en los mismos errores una vez tras otra. Véase como ejemplo el epílogo, que unido al prólogo nos informa de que hay cosas que nunca cambiarán. Hay otra secuencia, la de la fiesta popular en la aldea costera a la que Maggie llega tras un viaje de lo más azaroso, en la que Mackendrick y el guionista William Rose sí consiguen que el elogio de la vida despreocupada, etílica y sin horizontes de los pequeños pueblos marítimos escoceses se nos presente cargada de encanto, pues la música, la cerveza y el contacto directo con unos seres primarios, pero nobles, ejercen una influencia beneficiosa en un hombre a quien su modo de entender la existencia, unido al cúmulo de accidentes de la travesía, muchos de ellos provocados por McTaggart, su esperpéntica tripulación y la tartana marítima que transporta su valioso cargamento, han puesto al borde del infarto en diversas ocasiones.
La película está rodada en un austero blanco y negro, que en este caso atenúa la apreciación por parte del espectador de la agreste belleza de los paisajes escoceses, a pesar del buen trabajo de iluminación de un Gordon Dines que, en un contexto muy diferente, ya había demostrado en Mar cruel su pericia a la hora de filmar escenas acuáticas. La banda sonora mezcla la presencia de canciones tradicionales escocesas con una partitura, compuesta por John Addison, de un tono más ligero que el característico de sus obras más recordadas.
Otro aspecto en el que La bella Maggie se queda un escalón por debajo de las mejores películas de la Ealing es el interpretativo, en el que el listón estaba, todo hay que decirlo, altísimo. Paul Douglas era un actor espléndido, algo que ya había demostrado con creces en el cine y la televisión, y aquí aprovecha su protagonismo para mostrar su faceta más distendida, pues, por mucho que los avatares de la historia y la peculiar idiosincrasia de sus acompañantes sitúen con frecuencia a su personaje en una perpetua travesía entre la ira y la frustración, se nota que el actor entendió de lleno la naturaleza desenfadada de la historia. En cambio, el elenco escocés no raya en general a su misma altura. Alex Mackenzie, que debutaba en el cine pese a tener casi setenta años de edad, se muestra más atinado al mostrar lo testarudo y alcohólico que es su personaje que a la hora de hacerlo divertido. En cuanto a los actores que interpretan a los tripulantes, me quedo con James Copeland, porque Abe Barker no consigue ir más allá del estereotipo y el niño Tommy Kearins, que da vida al grumete, está muy repelente en ciertos momentos, como su charla en el camarote con el empresario. El polifacético Hubert Gregg sí consigue aportar comicidad en su rol de abnegado siervo vencido por las circunstancias. y Geoffrey Keen añade un punto socarrón que le viene muy bien a la película. Los papeles femeninos no pasan de lo anecdótico, lo que no impide que Dorothy Alison, que ya había trabajado a las órdenes de Alexander Mackendrick en el único drama que el director había rodado hasta la fecha, Mandy, exhiba buenas maneras.
La bella Maggie es una película agradable, que ofrece un buen rato al espectador, pero que se queda un tanto corta frente a otras comedias emblemáticas de la Ealing, algunas de las cuales obra del propio Mackendrick.