Decía Groucho, el Marx a quien más me gusta citar, que para desenmascarar a un corrupto, basta con fijarse en quien se dedica a ensalzar su honestidad. Ahí lo encontraremos. Entiendo que el ser humano es débil por naturaleza, y por eso el trapicheo, adaptado a las costumbres y circunstancias de cada lugar, es universal. Conozco a muy poca gente que, estando en situación de meter mano en una caja llena de millones (además de poco y mal controlada), no lo haría. Y conozco a todavía menos personas que, pudiendo abusar de alguien más débil, se abstienen de hacerlo. En cambio, a cada paso que doy me encuentro con personajes que, envueltos en una presunta pureza que no resiste un análisis ni siquiera superficial, dirigen su dedo acusador hacia los pecadores, más por envidia que por virtud. Castigo a los corruptos (a todos, que la tendencia a disculpar a los nuestros también es universal), sólo faltaría. Pero no conviene olvidar que los puros de corazón escasean, y que poco mérito tiene ser virtuoso cuando no se puede ser otra cosa. Porque todo el mundo tiene precio, y el de la gran mayoría es, a mi juicio, muy barato.