Uno no va a Sevilla a hacer turismo, sino a reencontrarse con lo que uno es. La semana pasada pude, por fin, hacer un viaje relámpago a la capital de Andalucía, con cuatro objetivos, todos ellos cumplidos: el primero, permanecer lejos del turismo masivo. Me alojé muy cerca de la Basílica de la Macarena, en un barrio en el que los visitantes extranjeros aparecen poco, con el casi exclusivo fin de visitar el templo, pero cuyo día a día pertenece a los lugareños. Uno, que lo es de origen, lo disfrutó. Visité la Basílica y realicé (segundo objetivo) una ofrenda a Nuestra Señora de la Esperanza Macarena, porque uno podrá ser ateo, pero la fe de los mayores, como diría el ilustre sevillano Antonio Machado, hay que respetarla y honrarla. Poco contacto tuve con las hordas bárbaras: la Giralda la vi dos veces desde lejos, y no visité ni la Torre del Oro, ni el centro histórico, ni la Plaza de España (esto último lo eché de menos, porque adoro ese lugar). El tercer objetivo era asistir al último partido del viejo Benito Villamarín, estadio de un Real Betis Balompié que está viviendo años felices. El intrascendente partido que se jugó no dio demasiado de sí, al margen de permitirme contemplar en directo una nueva obra de arte de Antony Dos Santos, o Antonio de Triana, que está protagonizando con los aficionados béticos un flechazo cada vez más inusual en un mundo de fútbol donde todo se mide cada vez más desde lo económico. Realmente, vivir un partido en el campo del Betis es algo especial, y es de esperar que su reforma, que obligará al equipo a jugar como local durante dos temporadas en la Cartuja, no altere la esencia de un lugar ideal para una hinchada que sabe ser pasional y divertida, y que vive los partidos a la vez como una fiesta y como una ceremonia de entrega a sus colores. Con el ambiente que se respira, si pasado mañana los verdiblancos consiguen ganar la Conference League al Chelsea, la celebración promete ser épica. El último, y no menos importante, objetivo de mi corta estancia en Sevilla era ver a mi amigo Óscar, establecido en la ciudad desde hace años. Siempre es un placer compartir confidencias (y algunas tapas, que en la capital hispalense se sigue comiendo de maravilla), con aquellos que, por mucho que vivan lejos, son tu gente.
Un viaje distinto, más sentimental que turístico, a una ciudad que, como dicen Los del Río, sigue teniendo su duende. Habrá nuevas entregas, a poco que me sea posible.