NINETTE Y UN SEÑOR DE MURCIA. 1965. 102´. B/N.
Dirección: Fernando Fernán Gómez; Guión: José María Otero y Fernando Fernán Gómez, basado en la comedia de Miguel Mihura; Dirección de fotografía: Antonio Pérez Olea; Montaje: Rosa Salgado; Música: Antonio Pérez Olea; Diseño de producción: Ramiro Gómez; Producción: Eduardo de la Fuente, para Tito´s Films (España).
Intérpretes: Rosenda Monteros (Ninette); Fernando Fernán Gómez (Andrés Martínez); Alfredo Landa (Armando); Aurora Redondo (Madame Bernarda); Rafael López Somoza (Pierre Sánchez); Claudia Gravy, Ángel Ortiz, Cayetano Torregrosa, Alfonso del Real, Elisa Méndez, Juan Cazalilla, Joaquín Bergía..
Sinopsis: Andrés es un soltero murciano, que regenta el negocio familiar y jamás ha salido de su ciudad. Con sus ahorros, decide irse de vacaciones a París, ciudad en la que vive su amigo Armando, para conocer la libertad a la europea.
Fernando Fernán Gómez superó trabajando la amargura que debió de producirle el denigrante trato dispensado a una de sus obras mayores, El mundo sigue. Para ello, emprendió la adaptación cinematográfica de la más reciente comedia de uno de los autores humorísticos de referencia en la España de la posguerra, Miguel Mihura. Ninette y un señor de Murcia se ubica en la mejor etapa de Fernán Gómez como director y, pese a no estar considerada entre los títulos más importantes de su trayectoria detrás de las cámaras, se revela como una comedia llena de chispa, muy bien interpretada y que, con la sonrisa en la boca, retrata la realidad de un país atrasado respecto a sus vecinos del norte, y deseoso de vivir con la misma libertad que ellos.
El aislamiento y la vida gris de la España de provincias bajo el régimen franquista había sido plasmado en las pantallas, de forma ácida y brillante, por Juan Antonio Bardem. El enfoque de Mihura, y por extensión de Fernán Gómez y José María Otero, encargados de la redacción del libreto, es bien distinto, aunque no antitético, porque tampoco esta comedia está construida desde una realidad paralela, sino bien anclada en su tiempo. Andrés Martínez, un español medio que ha heredado el negocio familiar y lo cuida con esmero, decide un buen día que ha llegado la hora de dejar atrás tanta formalidad y echar una cana al aire. Como tantos compatriotas, cree que el lugar idóneo para ello es París, la ciudad del amor, en la que reside desde hace años su amigo Armando. Es él quien se encarga de buscar alojamiento a Andrés, que espera un hotelito cuco y céntrico y lo que encuentra, al margen de la ausencia de Armando en la estación, es una modesta casa de huéspedes de la periferia, a cargo de un matrimonio de españoles exiliados por motivos políticos. La decepción de Andrés se mitiga después de conocer a Ninette, la joven hija de sus anfitriones.
Entre bromas y veras, Ninette y un señor de Murcia se hace eco de las ansias de reconciliación de los españoles, hastiados en el interior de la falta de libertades y con el empacho tras los festejos de los 25 años de paz muy reciente, y vencidos doblemente más allá de los Pirineos por la dura existencia que casi todos tuvieron que afrontar en una Europa que les menospreciaba, con el aderezo de la nostalgia de la tierra. Cuando Andrés se escandaliza por los retratos de Lenin, Pablo Iglesias (el auténtico, no el hostelero de nuevo cuño) y Lerroux que presiden el salón de sus anfitriones, Armando, que como él simpatiza con la derecha, le contesta: «Estos señores son de izquierdas, no van a tener retratos de obispos». Con todo, la gran ironía es que Andrés, el soltero ansioso de liberación, no conocerá París más que en el trayecto hasta su alojamiento y a través del panorama que ve desde su ventana, pues primero le retendrán las tácticas dilatorias de Ninette y, más tarde, los encuentros sexuales que mantiene con ella en cuanto ambos se quedan solos en el hostal.
El mensaje de fondo es claro: es más lo que nos une a los españoles que lo que nos separa. No es que este discurso sea cosa del pasado, precisamente. Mihura y Fernán Gómez lo articulan de un modo amable, pero sin dejar de mostrar la terquedad y las incoherencias de unos y otros. Que nadie se lleve a engaño: lo que vemos es teatro filmado de manual, sin alharacas visuales ni regates a la ortodoxia en la puesta en escena, pero lleno de ingenio, con diálogos de mucho nivel y un nombre muy a destacar: el de Antonio Pérez Olea, que no sólo ofrece una fotografía en blanco y negro realista y certera, sino que aporta una banda sonora de calidad, que acentúa el tono caricaturesco de un relato al que puede faltarle profundidad, pero que va sobrado de gracia.
Fernando Fernán Gómez se reserva para sí el principal papel masculino, y lo desempeña con carisma y buen hacer, demostrando que su reputación de hombre cascarrabias tiene poco que ver con sus dotes para la comedia. Andrés, un individuo conservador y reprimido que desea liberarse temporalmente del yugo de la formalidad y que, de forma paradójica, acaba atrapado por ella justo en el lugar adonde había ido a buscar lo opuesto, es un hombre tímido y bondadoso, lejos del prototipo de virilidad al gusto del régimen, por mucho que se indigne ante los rumores de que es homosexual. Fernán Gómez aporta presencia carisma y presencia a ese españolito. La bella actriz mexicana Rosenda Monteros, que ya había actuado a las órdenes de Luis Buñuel, y a quien muchos recuerdan por su rol secundario en Los siete magníficos, fue la escogida para interpretar a Ninette, la encantadora parisina de adopción que encandila a Andrés. La calidad de su trabajo es innegable. Quien se sale es Alfredo Landa, que ya estaba perfeccionando el personaje de español medio, noble de temperamento, gritón, reprimido y de carácter volcánico sobre el que construyó su fama. Aquí lo borda, y no se quedan atrás Aurora Redondo, en la piel de una anfitriona enérgica y locuaz, y Rafael López Somoza, como exiliado político fiel a sus ideas hasta el sectarismo, pero hombre cabal ante todo. Todos ellos conforman un elenco espléndido.
Esta conocida comedia de Miguel Mihura ha sido adaptada con mérito otras veces, pero Fernando Fernán Gómez puso el listón alto con un film que deja claro que se hallaba por entonces en su período más inspirado como director.