PIM, PAM, PUM… ¡FUEGO! 1975. 98´. Color.
Dirección: Pedro Olea; Guión: Rafael Azcona y Pedro Olea, basado en un argumento de Pedro Olea; Dirección de fotografía: Fernando Arribas; Montaje: José Antonio Rojo; Música: Carmelo Bernaola; Producción: José Frade, para José Frade Producciones Cinematográficas (España).
Intérpretes: Concha Velasco (Paca); Fernando Fernán Gómez (Julio); Josep Maria Flotats (Luis); José Orjas (Padre de Paca); Mara Goyanes (Manolita); José Franco (Álvarez); José Calvo (Policía); Fernando Sánchez Polack, Víctor Israel, Luis Ciges, Mimí Muñoz, Amparo Valle, Goyo Lebrero, Porfiria Sanchíz, Gloria Berrocal, Erasmo Pascual, Pilar Gómez Ferrer, Alfonso del Real, José Riesgo, Francisco Catalá, Amália Rodrigues.
Sinopsis: Una corista, que regresa al Madrid de la posguerra después de una gira por provincias, auxilia en el tren a un joven que huye de la policía. Ya en la capital, intenta zafarse de un rico estraperlista empeñado en conquistarla.
Sin la fama de otros, Pedro Olea puede presumir de una trayectoria notable, cuyos mayores hitos tuvieron lugar a caballo entre las postrimerías del franquismo y los primeros años de la democracia. En ese período se enmarca la llamada trilogía madrileña del director vasco, que se inició con la adaptación cinematográfica de la novela de Benito Pérez Galdós Tormento. Fue el éxito de esta película lo que ayudó a que el siguiente proyecto de Olea fuese uno que deseaba dirigir desde hacía muchos años, pero cuya dimensión política hacia inviable su estreno en tiempos de dictadura. La agonía del régimen fue el otro factor clave para que Pim, pam, pum.. ¡Fuego! viera la luz. Los previsibles problemas con la censura tuvieron que ver en que el film no alcanzara el prestigio de su predecesora, pero el tiempo ha situado esta amarga visión de la posguerra no sólo entre lo mejor de la obra de Pedro Olea, sino también de una década densa y llena de contrastes para el cine español.
El guión de esta película, elaborado por el director junto al sumo sacerdote de los escritores cinematográficos patrios, Rafael Azcona, presenta un perfil novedoso en cuanto a que, por primera vez, la historia de la posguerra española se explica desde el punto de vista de los perdedores. Una historia que se inicia en un tren, en el que regresa a la capital una pequeña compañía teatral luego de finalizar una gira por distintos territorios del país. Paca, una corista, habla con sus compañeros de las cornadas que da el hambre cuando un joven con aspecto de campesino se ofrece a compartir con ella su almuerzo, compuesto de pan blanco y panceta. Con la llegada de los revisores, la actriz comprueba que ese hombre viaja sin billete, por lo que se ofrece a ayudarle. Ya en la ciudad, Paca viaja hasta la pensión en la que se aloja, en compañía de su padre, un anciano impedido que formó parte del bando perdedor en la contienda. En la puerta, el joven del tren, que la ha seguido hasta allí y resulta ser un miembro del maquis que huye con destino a Francia, vuelve a pedir el auxilio de Paca quien, atraída por él, se lo ofrece, ocultando este hecho a Julio, un hombre casado, con buenos contactos entre los peces gordos del régimen y una gran fortuna conseguida gracias al estraperlo, que la desea y quiere convertirla en su querida.
Con todo su maniqueísmo, y el modo esquemático en que se aborda un triángulo amoroso estándar, en el que una joven que trata de hacerse un sitio en el mundo del espectáculo (su sueño es entrar en la compañía más célebre de la época, la de Celia Gámez) se enamora del joven romántico y desgraciado mientras desprecia al ricachón que se ha encaprichado de ella y la colma de atenciones, Pim, pam, pum.. ¡Fuego! es un film sólido y bien narrado que ofrece una imagen del Madrid de la posguerra que no gustará a muchos, pero que no se aleja en demasía de la realidad. Aceptando que toda simplificación es perversa, y por mucho que ahora se esté poniendo de moda el revisionismo, la verdad del cuento es que la guerra civil española la ganaron los malos. O los peores, si se quiere. De ahí parten Olea y Azcona, de mostrar la zozobra de muchos, que intentaban no ahogarse en la miseria mientras unos pocos se guardaban para sí todos los privilegios y trataban al resto como a sirvientes. El personaje de Julio puede carecer de matices, o ser exagerado, pero en los años de la represión y las cartillas de racionamiento no faltaron Julios a lo largo y ancho del país. También se percibe en la película el amor hacia la profesión de cómico: a pesar de que Paca no es una actriz vocacional, porque en verdad iba para comadrona, es sobre las tablas donde brilla, donde su rostro adquiere la alegría que su vida fuera del escenario le niega. También en el teatro está su perdición, porque son sus ambiciones profesionales las que, unidas a la obligación de mantener a su padre alejado de la pobreza más absoluta, las que le mantienen unida a Julio. El drama de Paca no es sólo enamorarse del hombre que no le conviene (y que, aceptada la derrota en su lucha, sólo busca huir de España para empezar una nueva vida), sino el ser moralmente incapaz de aceptar de buen grado, cosa que sí hicieron muchas mujeres de entonces, los favores de un hombre al que, en realidad, no engaña. Es él quien lo hace, porque cree que, en su posición, nada le puede ser negado, ni siquiera las voluntades ajenas. Paca, incluso cuando cede a su incansable pretendiente, lo hace de una forma que deja claro su desprecio: ahí está la escena de sexo, muy cruda para el cine español de aquellos años, y que en ciertos aspectos recuerda a la que más ríos de tinta ha hecho correr de cuantas componen El último tango en París, para demostrarlo. Añado que, dentro del buen nivel general, el clímax de la película es tan poderoso como desazonante.
Fernando Arribas, cinematógrafo que ya había estado junto a Olea en Tormento, muestra un Madrid en el que priman lo gris y lo parduzco, dentro de un film esencialmente nocturno y de interiores. Los salones en los que se divertían las altas instancias del régimen los podemos ver en los encuentros oficiales entre Paca y Julio, pero donde Arribas muestra lo mejor de sí es en la secuencia que pasa de uno de esos lugares a un tablao flamenco, subterráneo y más bien sórdido. El más antiguo cómplice de Olea, el compositor Carmelo Bernaola, ofrece una partitura que enlaza con el tono amargo de las imágenes, aunque lo más destacable en este apartado es la presencia en la banda sonora de varias de las canciones que marcaron la posguerra, como Tatuaje, El tiroliro, No te mires en el río o Perfidia, pieza que me sigue pareciendo una de las mejores que se hayan escrito en nuestro idioma.
Eleva el nivel de la película un elenco de actores magnífico. Concha Velasco nunca estuvo mejor que en este film, en el que muestra todas sus facetas: la chica de revista, con una de las sonrisas más encantadoras y fotogénicas del cine español, y la actriz dramática capaz de mostrar el desasosiego con poco más que una mirada. En una época en la que, ante el evidente derrumbe del régimen que iba a provocar la muerte del dictador, había una auténtica fiebre por fabricarse pasados de demócrata de toda la vida, Velasco había conseguido mantener su estatus de estrella pese a que sus posiciones políticas provocaron la ira de no pocos gerifaltes franquistas. Aquí demuestra que esa condición era merecida. Fernando Fernán Gómez interpreta a un malvado integral, que simboliza todos los aspectos negativos de quienes ganaron la guerra. Su gran trabajo es el que impide que su personaje sea una caricatura de mal gusto. El tercer vértice del triángulo, Josep Maria Flotats, un actor de teatro que apenas se ha prodigado en el cine, queda un tanto diluido frente al poderío de sus dos compañeros de reparto, pero otorga entidad al héroe romántico al que interpreta. José Orjas, gran secundario del cine español, se luce en la piel de un personaje conmovedor. Destacar las breves apariciones de otros rostros muy conocidos, que aportan calidad a las escenas en que aparecen, como Víctor Israel, Pilar Gómez Ferrer, José Calvo, Luis Ciges, Fernando Sánchez Polack o Alfonso del Real, así como la intervención, poco menos que anecdótica, de la reina del fado, Amália Rodrigues.
Pim, pam, pum.. ¡Fuego! es una película, además de bastante buena, muy valiente. Ahí queda el inmisericorde retrato del censor para que se aprecien las dificultades que había para levantar obras que disgustaran al régimen franquista. Como otros films de Pedro Olea, muy reivindicable.