
AMANECE, QUE NO ES POCO. 1989. 108´. Color.
Dirección: José Luis Cuerda; Guión: José Luis Cuerda; Dirección de fotografía: Porfirio Enríquez; Montaje: Juan Ignacio San Mateo; Música: José Nieto; Dirección artística: María José Iglesias; Producción: José Miguel Juárez, Jaime Borrell y Antonio Oliver, para Compañía de Aventuras Comerciales (España).
Intérpretes: Antonio Resines (Teodoro); Luis Ciges (Jimmy); José Sazatornil Saza (Cabo Gutiérrez); Cassen (Cura párroco); Pastora Vega (Elena la labradora); Manuel Alexandre (Paquito); Rafael Alonso (Alcalde); Fernando Valverde (Intelectual); Miguel Rellán (Carmelo); Carmen de Lirio (Doña Rocío); Gabino Diego (Portavoz americano); Ferran Rañé (Mariano); Antonio Gamero (Feriante); Chus Lampreave (Álvarez); Samuel Claxton (Nge Ndomo); Aurora Bautista (La Padington); Fedra Lorente (Susan); Violeta Cela (Mercedes); Guillermo Montesinos (Suicida); Ovidi Montllor, Rafael Díaz, Cris Huerta, Elisa Belmonte, María Isbert, María Elena Flores, Queta Claver, Rosalía Dans, Antonio Passy, Enrique San Francisco.
Sinopsis: Teodoro, un ingeniero que da clases en la universidad de Oklahoma, y su padre, Jimmy, llegan a un peculiar pueblo castellano en el que brotan hombres de los bancales, las misas son puro espectáculo musical y los lugareños sienten devoción por William Faulkner.
En una cinematografía como la española, poco pródiga en la generación de películas de culto, una de las que más se ha hecho acreedora de ese calificativo es Amanece, que no es poco, fábula surrealista rural con la que el manchego José Luis Cuerda confirmó el estado de inspiración que había demostrado en su anterior film, El bosque animado. El que nos ocupa tiene su punto de partida en un proyecto televisivo inconcluso, del que Cuerda aprovechó los elementos más esenciales para construir una película que se diferenciaba del tipo de comedias que se hacían por entonces en España, donde se había pasado de la supremacía de los films populares de destape, al predominio de cierta comedia madrileña muy del gusto de los poderes públicos de la época. No puede decirse que Amanece, que no es poco generara un impacto brutal en su estreno, ni que acaparase unos premios casi siempre reservados a films de una dimensión más estándar, pero pronto logró una legión de adeptos que no ha dejado de aumentar con los años.
Estamos ante el paradigma del humor absurdo a la española, que en literatura había tenido grandes exponentes que van desde Valle Inclán a Jardiel Poncela, pasando por Gómez de la Serna, pero que en el cine se había manifestado con cuentagotas, y algunas veces no de manera lúcida. Puede que no siempre se le encuentre la gracia a esta enciclopedia del surrealismo cañí, pero son tantas las ocurrencias que se acumulan a lo largo de la película, y tan desternillantes algunas de ellas, que uno no puede dejar de reconocer el mérito de un director que, más que estructurar un guión al uso, se inventó una localidad que reunía las características usuales de la España eterna, y les fue dando la vuelta una por una hasta engendrar un monumento al absurdo en el que, sin embargo, uno puede reconocer muchas de las constantes de lo que somos como país. El punto de partida es la llegada de dos extraños a un pueblo manchego que podría ser uno de tantos, pero que en verdad no es como ninguno. La gracia está en el contraste: por una parte, el espectador puede alucinar con el hecho de que los hombres broten de los bancales como si fuesen espárragos, con que en el bar del pueblo la música que se escuche sean algunas de las arias operísticas más célebres de la historia, con las apariciones del borracho duplicado o con el democrático talante de los lugareños, que les lleva a elegir por votación popular a la puta de la localidad, al cuerpo de seguridad encargado de mantener el orden, al primer edil, a las adúlteras del siguiente ejercicio o al tonto del pueblo. Pero, por otro lado, a nadie le costará reconocer a ese alcalde que sabe que el bienestar de la población no puede llegar sino una vez asegurado el propio, y que el comunismo no debe llegar a ciertos extremos, a ese párroco sibilino y con mucho poder terrenal, a ese grupo de turistas yanquis que son un coñazo, al campesino leído que lleva a gala su elevado nivel cultural, al feriante melancólico y algo pícaro, o a ese suboficial de la Benemérita que, en un final delirante, trata de restaurar el orden cósmico de la forma que mejor sabe. La historia podrá parecer insustancial (muchos la considerarán así sólo porque es divertida), pero representa a la perfección a un país de enormes contrastes, cuya realidad cotidiana es absurda de por sí y al que es muy recomendable tomarse con humor, si no quiere uno verse afectado por dolencias diversas.
Como se ha mencionado, no puede decirse que haya un guión como tal, sino más bien una acumulación de situaciones surrealistas que se encadenan de un modo algo caótico (pero más cartesiano de lo usual en Berlanga; en el José Luis Cuerda de Amanece, que no es poco hay mucho más de Luis Buñuel), y funcionan por su extrema socarronería y sus nulas pretensiones de seriedad. Abundan los planos generales, en los que se da cuenta tanto de la peculiar orografía de la localidad como de las concurridas reuniones de los vecinos, a las que también son bienvenidos los foráneos, excepto si eres negro y estás sin bautizar, en cuyo caso el acceso a esas misas que son puro delirio góspel de raza ibérica te es vedado. El director se muestra académico en el manejo de la cámara, reservando casi siempre el delirio para el plano narrativo. Porfirio Enríquez, camarógrafo asociado a Adolfo Aristarain, expone unas imágenes luminosas, impregnadas del surrealismo burlón que domina el conjunto, y deja buena nota en la secuencia en la que su trabajo es más protagonista, la de la aurora al revés. La música, obra de uno de los compositores de referencia del cine español y viejo conocido de Cuerda, José Nieto, suena ligera y sarcástica, como toca, y acierta de lleno en la secuencia de la misa. Para acentuar el absurdo, Cuerda introduce no sólo la ópera en el bar del pueblo, sino piezas tan populares como Valencia, ideales para esta reducción al absurdo de lo castizo que es la película.
En el reparto se reúnen intérpretes de prácticamente todas las generaciones de cómicos españoles, y en general el desempeño es excelente, mostrando una total sintonía entre el elenco y el tono de la película. Si hay que destacar a algunos de ellos, empezaré por tres grandes: el inefable y españolísimo alcalde que es Rafael Alonso, el lúcido padre del cura al que da vida Manuel Alexandre, y el espléndido cabo de la Guardia Civil que tiene el rostro del inimitable Saza. Ellos tres, junto al delirante padre del protagonista, encarnado por Luis Ciges, están entre lo mejor de un conjunto donde, en la parte femenina, brillan Chus Lampreave en el papel de madre del negro catecúmeno, la legendaria Aurora Bautista y esa gran secundaria que fue Queta Claver. Algunos nombres muy asociados a la comedia madrileña, como Gabino Diego, Miguel Rellán o el propio protagonista, Antonio Resines, no desentonan en un reparto que también incluye, y no precisamente para hacer relleno, a Cassen, ese cura dado a la manipulación y las misas-espectáculo, a María Isbert, a Ovidi Montllor como agente de la Benemérita o a estrellas televisivas de la época como Pastora Vega, la recientemente fallecida Rosalía Dans o Fedra Lorente.
Hay comedias que divierten, que mejoran la realidad y que derrochan ingenio. Amanece, que no es poco tiene todo eso, y por tanto no es de extrañar que exista una nutrida legión de incondicionales de esta película, una de las mejores del cine español de los 80 y, por supuesto, de José Luis Cuerda.