
FLESH + BLOOD. 1985. 125´. Color.
Dirección: Paul Verhoeven; Guión: Gerard Soeteman y Paul Verhoeven, basado en un argumento de Gerard Soeteman; Director de fotografía: Jan De Bont; Montaje: Ine Schenkkan; Música: Basil Poledouris; Dirección artística: Félix Murcia; Vestuario: Yvonne Blake; Producción: Gys Versluys, para Riverside Pictures-Impala-Orion Pictures (Holanda-EE.UU-España).
Intérpretes: Rutger Hauer (Martin); Jennifer Jason Leigh (Agnes); Tom Burlinson (Steven); Jack Thompson (Hawkwood); Fernando Hilbeck (Arnolfini); Susan Tyrrell (Celine); Ronald Lacey (Cardenal); Brion James (Karsthans); John Dennis Johnston (Summer); Simón Andreu (Miel); Bruno Kirby (Orbec); Kitty Courbois, Marina Saura, Hans Veerman, Jake Wood, Héctor Alterio, Blanca Marsillach, Nancy Cartwright.
Sinopsis: En los albores del Renacimiento, un noble promete a un grupo de mercenarios que podrán saquear su antigua villa si le ayudan a recuperarla. Conseguida la victoria, el señor decide faltar a su palabra y expulsar a los soldados.
Los señores del acero es una película de transición en la carrera de Paul Verhoeven, pues marca el final de su etapa holandesa y anuncia el exitoso desembarco en Hollywood del cineasta nacido en Amsterdam. Rodada en España, con la presencia de numerosas personas nacidas en nuestro país en el equipo técnico y artístico, la película no fue ni de lejos un bombazo, pero sí tuvo un buen resultado en las taquillas, dio mucho rendimiento en videoclubs y contó con el beneplácito mayoritario de la crítica.
Según Verhoeven, el origen de Los señores del acero se encuentra en su rechazo al modo en que el cine solía representar la vida en la Edad Media, el Renacimiento y los años de la Reforma protestante. Aunque la película presenta numerosos puntos en común con El señor de la guerra, excelente film de Franklin J. Schaffner, el enfoque de Verhoeven se centra en tres de los grandes temas de su filmografía: el sexo, la violencia y la religión. Frente a una visión romantizada y caballeresca de los siglos centrales del anterior milenio, el holandés pretende aportar realismo, poniendo el acento en aspectos como la crueldad o la falta de higiene, en general poco presentes en las películas de época, pero sin los que resulta difícil comprender cómo era la vida en aquellos años en los que el feudalismo iba dejando paso, de una forma lenta para nuestros acelerados estándares actuales, pero inexorable, a la sociedad que acabaría creando la era industrial. Los señores del acero empieza con una traición, la que comete el noble Arnolfini con los soldados que le ayudan a recuperar su antigua villa, de la que había sido desposeído. Antes de la conquista, el caballero se compromete a permitir que los mercenarios saqueen el lugar, incluidos los hogares de los ricos, y se queden con el botín. Culminado con éxito el asalto, el aristócrata cambia de opinión y, con la ayuda del oficial al mando del grupo de soldados, les tiende una trampa hasta obligarles a abandonar la villa sin premio y a entregar las armas. Esta maniobra solivianta al hijo de Arnolfini, un joven científico que tampoco se muestra muy favorable al matrimonio que su progenitor le ha concertado con una rica muchacha de la región. Después de que se produzca el primer encuentro entre los futuros esposos, la comitiva cae en una emboscada tendida por los mercenarios, que acaba con Arnolfini gravemente herido y con la prometida de su hijo raptada por los soldados.
Paul Verhoeven siempre ha tenido claro que a los espectadores no hay que aburrirles, y si hay algo que no se le puede negar a Los señores del acero es que es entretenidísima. Hay efectismo visual, diálogos de brocha gorda y personajes definidos de aquella manera, pero a uno se le antoja que el retrato de la época que hace el director holandés puede ser exagerado, pero es más preciso que el de otras muchas películas que pecan por defecto. Que el sexo esté tan presente, y que se consume casi siempre por la prostitución o la violación no debería sorprendernos. No hubiera dedicado el poder tantas energías a combatir el vicio, muchas veces utilizando métodos extremadamente crueles, si este no estuviera extendido por doquier. Tampoco parece erróneo que la solemne religiosidad oficial se plasme en la adoración a una imagen de un santo semienterrada en el barro, o que los casuales vaivenes de la espada de San Martín sean interpretados por los mercenarios, casi todos analfabetos, como presagios enviados directamente por la Providencia. Esto, por no hablar de la forma en que se expone cómo se expande la peste. Hay abundantes secuencias de acción y combate, en las que Verhoeven, como ya había demostrado en Eric, oficial de la Reina, se desenvuelve a las mil maravillas. A modo de anécdota, señalar que el castillo del que toman posesión los mercenarios y en el que establecen su residencia, ubicado en la localidad conquense de Belmonte, es el mismo en el que se rodó El Cid, otra película que influyó a la que ahora nos ocupa de distintos modos. No en el de explicar el origen de los supuestos poderes afrodisíacos de la raíz de la mandrágora, eso desde luego.
Desmesura, primeros planos para exponer la crueldad de la batalla y furibundos travellings forman parte de la forma de rodar de Paul Verhoeven, más tosco en lo narrativo que con la cámara. Los aspectos técnicos de la película están muy logrados, tanto en lo que se refiere al vestuario, diseñado por Yvonne Blake, que tiene no poca relevancia en el devenir de la historia, como en la escenografía. Notable trabajo, una vez más, de Jan De Bont, quien por entonces ya había hecho sus incursiones en el cine estadounidense. Sin embargo, lo que destaca por encima de todo es la banda sonora de Basil Poledouris, cuyo estilo épico casa bien con la naturaleza de la película, por mucho que en el enfoque de Verhoeven prevalezca lo desmitificador. La música de Poledouris aporta mucha enjundia a las escenas de batallas.
Los señores del acero supuso la última colaboración entre Paul Verhoeven y quien había sido su actor fetiche hasta entonces, Rutger Hauer, otro holandés que ya había desembarcado con éxito en Hollywood a mediados de los 80. El trabajo de Hauer es espléndido, en la piel de un personaje astuto, valeroso y que no ha aprendido mucho en los libros, pero sí en la vida. A diferencia de otros muchos actores, él podía resultar convincente en las escenas de acción, pero sus registros interpretativos le permitían no perder pie en las secuencias más intimistas o reflexivas. Le acompaña Jennifer Jason Leigh, descendiente de una dinastía de actores y proyecto de estrella que nunca se acabó de materializar. Ella es capaz de mostrar cómo su personaje, lejos de ser una víctima de los hombres, es capaz de utilizar su cuerpo para manipularlos a su antojo. Ahí está la escena en la que Agnes le enseña a Martin las ventajas de utilizar los cubiertos para demostrarlo. La interpretación de Tom Burlinson es más floja, le falta empaque y eso, ante compañeros más talentosos, es algo muy complicado de disimular. En cambio, Jack Thompson hace un trabajo magnífico en el rol de un soldado al que la culpabilidad le hace ser un traidor. Brion James, que se reencontró con Hauer después de Blade Runner, Susan Tyrrell y Bruno Kirby ofrecen interpretaciones destacadas. De la parte española, bien Fernando Hilbeck como el noble traidor Arnolfini, y enérgico Simón Andreu en el papel de un miembro del grupo de mercenarios.
Los señores del acero es una película divertida, bien hecha y con más sustancia de la que parece. Paul Verhoeven es un director con estilo propio, que nunca deja indiferente, ya sea cuando habla de su época, o del incipiente Renacimiento.