MARTY. 1955. 90´. Color.
Dirección: Delbert Mann; Guión: Paddy Chayefsky; Dirección de fotografía: Joseph LaShelle; Montaje: Alan Crosland, Jr.; Música: Roy Webb; Dirección artística: Edward S. Haworth y Walter Simonds; Producción: Harold Hecht, para Hecht/Lancaster Productions-United Artists (EE.UU.).
Intérpretes: Ernest Borgnine (Marty Piletti); Betsy Blair (Clara Snyder); Esther Minciotti (Teresa Piletti); Augusta Ciolli (Tía Catarina); Joe Mantell (Angie); Karen Steele (Virginia); Jerry Paris (Tommy); Frank Sutton, Alan Wells, James Bell, Diana Darrin, Marvin Bryan, John Dennis, Charles Cane, Paddy Chayefsky.
Sinopsis: Marty es un carnicero de buen corazón, pero sin atractivo para las mujeres, que un día conoce a Clara, una profesora poco agraciada.
Pocos cineastas han tenido el privilegio de debutar en la dirección de largometrajes con un caramelo tan jugoso como el que le brindaron Charles Hecht y Burt Lancaster a Delbert Mann. Marty, una obra de Paddy Chayefsky, había triunfado en su estreno en televisión, medio en el que Mann poseía una amplia experiencia. El paso a la gran pantalla no hizo otra cosa que amplificar el éxito de una propuesta rompedora que, desde la modestia, cautivó a crítica y público de ambos lados del Atlántico hasta el punto de convertirse en el segundo film, tras Días sin huella, en ganar el Óscar a la mejor película y la Palma de Oro en Cannes. Por si esto fuera poco, la cosecha de estatuillas se extendió a las de mejor director, guión y actor principal, algo pocas veces visto en Hollywood.
Marty, un drama romántico sobre dos personas que nunca suelen protagonizar esta clase de películas, fue una propuesta rompedora. En aquellos años de posguerra, llegaron a los Estados Unidos películas rodadas en Francia, Japón y, sobre todo, Italia, que causaron impacto en la industria e hicieron ver a muchos que, más allá de las grandes estrellas glamourosas, del espectáculo de masas y de la fábrica de sueños, para hacer una obra maestra basta con un guión soberbio, grandes actores y técnicos solventes que no arruinen la joya. Y eso es Marty, lo universal desde lo local, lo conmovedor desde lo sencillo. Es bonito pensar que no faltan personas capaces de valorar la belleza interior, pero ocurre que luego te despiertas, y ves que, en lo que a objetivos amorosos se refiere, quienes aprecien tu aspecto encontrarán gracioso todo lo que digas y que, en caso contrario, tus proyectos de pareja te mirarán como si les hubieras pisado un callo, y eso si lo hacen. Y que tú tampoco eres quién para dar lecciones a nadie, porque a las que no te resultan sexualmente atractivas ni te acercas, no vaya a ser que te hagan caso. Marty Piletti, ese rechoncho carnicero italiano ya entrado en la treintena, atormentado por familiares y clientas por no haber contraído matrimonio, en un entorno en el que cualquier otra opción no forma parte de la galaxia, lo resume con una frase demoledora: «Sea lo que sea lo que gusta a las mujeres, yo no lo tengo». Un sábado por la noche, en el que acude junto a su amigo Angie a una concurrida sala de baile, Marty está a punto de consumar otra frustrante pérdida de tiempo cuando se encuentra a un tipo que, descontento con la apariencia de la mujer con la que se ha citado a ciegas, le ofrece cinco dólares para que se quede con ella y él pueda irse con otra más guapa. El carnicero rechaza la oferta, pero otro joven sí la acepta. Cuando ambos se presentan ante ella, la chica comprende lo que sucede y se queda sola, hasta que se dirige a llorar a la terraza. Marty, que ha visto la escena, acude a consolar a la mujer, que resulta ser una profesora llamada Clara. Y, para ambos, se hace la luz.
En otro aspecto, la película rompe esquemas: sus protagonistas son almas puras, que pese al repudio social no han caído en el resentimiento que suelen tener las personas poco agraciadas en respuesta a ese rechazo. Incluso el espectador más insensible desea que su romance salga bien, y eso es mérito de un guión fantástico y de unos personajes realistas, entrañables pero no estúpidos. Si los romances al estilo Hollywood ponían al espectador frente a lo ideal, Marty lo sitúa ante su realidad, pero salpicada de un lirismo poco frecuente. Es un idealismo en otro sentido; el carnicero y la maestra podrían ser tus vecinos; el encanto está en que ojalá lo fueran. Su entorno, así como las malas experiencias acumuladas en el pasado, no lo ponen fácil, pero frente a las reticencias de la madre de Marty, que ve en su único descendiente soltero la posibilidad para no acabar sola y amargada como su hermana Caterina, y las gracietas de sus amigos, unos gañanes que toman a Mickey Spillane como modelo para tratar a las mujeres (lo cual es algo así como darle el premio Nobel de la Paz a Donald Trump, aunque tal vez no sea este el mejor ejemplo posible), Marty comprende por fin cuál es el paso correcto.
Delbert Mann, que a lo largo de la historia demostró ser un cineasta más aplicado que personal, juega a conciencia la carta del director invisible, ganadora cuando la historia se vale tan bien por sí misma. Su estilo es aún deudor del medio del que proviene, con planos cortos y afán por no salirse de la naturaleza realista del relato, pero sabe captar la estrechez del barrio italoamericano en el que se enmarca casi toda la película, y la expresión de unos actores en estado de gracia. Joseph LaShelle, a mi juicio uno de los grandes camarógrafos en blanco y negro del cine norteamericano, luce especialmente en la secuencia del Stardust, la mastodóntica sala de baile en que se conocen Marty y Clara. Por su parte, Roy Webb, uno de los mejores compositores sin Óscar de la historia del cine, crea una partitura ligera, que queda en segundo plano frente a la canción del título, y leitmotiv musical del film, cuyas notas son obra de Harry Warren.
La historia del reparto de esta película es un tanto azarosa. Cuentan que fue Robert Aldrich, quien había dirigido a Ernest Borgnine en Veracruz, una producción de Charles Hecht y Burt Lancaster, quien sugirió que fuera este actor, hasta entonces encasillado en roles secundarios y personajes de baja catadura moral, quien debía interpretar un papel que, en la versión televisiva, había sido para Rod Steiger, para entonces quizá demasiado famoso para el personaje. Si eso es cierto, gloria eterna a Robert Aldrich, porque Borgnine es el mejor Marty Piletti posible, con su aspecto poco apolíneo, su buen corazón, su casi infinita paciencia y sus ocasionales estallidos de ira. Una interpretación para enseñar en todas las academias de arte dramático. Sería injusto, no obstante, olvidarse de Betsy Blair, actriz que en principio no fue considerada para el papel por formar parte de las tristes listas negras del senador McCarthy, y que acabó siendo contratada gracias a las presiones ejercidas por su entonces marido, Gene Kelly. Gloria tambíen para él. Blair imprime a su personaje el tono apocado, casi virginal, que lo hace creíble. La espléndida dirección de actores no queda ahí, pues tanto Esther Minciotti como Augusta Ciolli encarnan a dos viudas italianas no sólo con naturalidad, sino con muy buen nivel actoral, que también exhibe Joe Mantell, actor eminentemente televisivo, en el papel del mejor amigo de Marty. Jerry Paris, como supuesto cabeza de familia que en realidad debe ejercer de árbitro entre su esposa y su suegra, y Karen Steele, otra actriz que desarrolló el grueso de su carrera en la televisión, dan vida con buenas maneras a un matrimonio condenado, como tantos otros, al fracaso.
Delbert Mann nunca superó la calidad de Marty, su ópera prima. Pero, en verdad, no muchos otros lo han hecho.